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La fascinación por el bukelismo

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No obstante, es temprano todavía para saber si este modelo será sostenible en el tiempo o si, por el contrario, le sucederá lo mismo que al régimen fujimorista que colapsó producto de sus excesos.

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A mediados de 1990, Alberto Fujimori, un aspirante presidencial sin bagaje político y enarbolando la bandera de la antipolítica, ganó las elecciones presidenciales en Perú contra el gran escritor Mario Vargas Llosa, lo que representó una de las primeras manifestaciones, en la época moderna, de la rebelión populista contra las élites gobernantes en América Latina. El chinito, como le decían a Fujimori, se presentó ante el electorado como un hombre de trabajo, cercano al pueblo, sin ninguna pose de sofisticación, que prometía gobernar a favor de los pobres, cuyas aspiraciones y necesidades habían sido desatendidas por los partidos políticos tradicionales.

Al llegar al poder, sus dos prioridades fueron enfrentar la organización terrorista Sendero Luminoso y combatir la hiperinflación. Los logros que alcanzó en esas dos materias lo colocaron en uno de los sitiales más altos de popularidad en la historia política peruana. Ese respaldo popular lo llevó, poco tiempo después, a cerrar el congreso que le era hostil, gobernar por decretos y convocar una asamblea constituyente que, a su vez, redefinió las reglas del juego político y sentó las bases para que Fujimori permaneciera en el poder hasta finales del año 2000 cuando, desde el Japón -país de sus ancestros- renunció, vía fax, a la presidencia de la República en medio de una crisis política causada por los excesos de su régimen. Sin desconocer sus importantes logros, el tiempo ha permitido poner en su justo lugar los efectos perniciosos del régimen fujimorista en la vida política peruana.

            Tres décadas más tarde, en El Salvador se está produciendo un fenómeno bastante similar a la experiencia peruana de los noventa, aun reconociendo las diferencias de historias, contextos y personalidades. Nayib Bukele, un político antipolítico, joven, articulado, atractivo y elocuente, llegó al poder con un proyecto populista en el que él aparece como el auténtico representante del pueblo contra la clase política tradicional, ya sea de derecha o de izquierda. Al igual que lo que aconteció con Fujimori, su prioridad principal ha sido el combate a la criminalidad que situó a ese país entre los más inseguros del mundo. A su alrededor se ha generado un culto a la personalidad que ha opacado y desactivado a los demás actores políticos de la sociedad salvadoreña.

            Con el apoyo de las Fuerzas Armadas, Bukele parece haber domesticado, por ahora, las pandillas criminales con el apresamiento de alrededor de sesenta y cinco mil personas desde marzo de 2023 hasta el presente, lo que ha convertido a El Salvador en el país con el mayor número de presos por cien mil habitantes en el mundo. A principios de este año, el presidente salvadoreño inauguró una nueva cárcel con capacidad para cuarenta mil prisioneros, por lo que se espera que la población carcelaria siga aumentando.

            Tras décadas de violencia y criminalidad en una sociedad fuertemente armada como resultado de una prolongada guerra civil, es perfectamente entendible que los logros de Bukele en materia de seguridad le hayan generado un extraordinario respaldo popular. Habiendo declarado un estado de emergencia, él ha concentrado un inmenso poder ante una sociedad que parece estar dispuesta a ignorar las restricciones a sus derechos mientras se le garantice el orden y la seguridad.

Una nota llamativa es que mientras se vive la euforia de este nuevo estilo de gobernar y enfrentar la criminalidad, la emigración salvadoreña se ha disparado durante la gestión de Bukele, según reflejan los datos de las intercepciones que hace la patrulla fronteriza de Estados Unidos. En el 2018, año previo a la llegada de Bukele al poder, se interceptaron 31, 369 personas tratando de entrar a Estados Unidos, mientras que en el 2021 y 2022 las intercepciones llegaron a 98, 690 y 97, 030, respectivamente, lo que parece indicar que la situación económica y social de la población salvadoreña se ha deteriorado en lugar de mejorar. Con el paso del tiempo se sabrá si el modelo Bukele será capaz de abordar los problemas estructurales -desigualdad, pobreza, exclusión social, desempleo, bajos salarios, falta de oportunidades para los jóvenes, precaria institucionalidad- que han servido de caldo de cultivo a la violencia y la criminalidad.

            Lo cierto es que el bukelismo, como se ha llamado al estilo del presidente Bukele, ha generado una fascinación fuera de El Salvador mucho más de lo que generó el fujimorismo en su tiempo. La razón que explica este fenómeno es que muchos países de la región están experimentando crisis severas de inseguridad, ante lo cual la gente reclama respuestas efectivas por parte de sus gobernantes. Por ejemplo, las referencias a Bukele han sido contantes en las campañas electorales de Guatemala y Ecuador, y hasta en países con mucho mayor nivel de institucionalización, como el caso de Chile, hay voces que abogan por aplicar la receta bukelista para enfrentar la inseguridad.

            El Salvador y muchos países de América Latina viven lo que podría tipificarse como una “situación hobbessiana”, esto es, falta de orden y seguridad por la ausencia o debilidad del Estado en múltiples esferas de la sociedad. Una manera de responder a ese desafío, como ha hecho Bukele, es a través de la concentración del poder, la restricción de los derechos ciudadanos y el socavamiento de la legalidad, lo que encuentra un terreno fértil en sociedades atemorizadas por la violencia y la criminalidad. No obstante, es temprano todavía para saber si este modelo será sostenible en el tiempo o si, por el contrario, le sucederá lo mismo que al régimen fujimorista que colapsó producto de sus excesos.

No obstante, hay que reconocer que la experiencia salvadoreña plantea desafíos a las corrientes políticas liberal-democráticas en América Latina. Para responder al bukelismo no es suficiente con enarbolar posturas moralistas y meramente recriminatorias que, aun cuando sean correctas, no resonarán bien en sociedades atemorizadas por la criminalidad. Desde la perspectiva liberal-democrática hay que pensar seriamente cómo responder eficazmente a los desafíos de la seguridad ciudadana, lo cual requiere balancear valores que parecen incompatibles pero que no necesariamente lo son: orden vs. libertad, seguridad pública vs. protección de los derechos fundamentales, combate a la criminalidad vs. respeto a la legalidad. Se trata de un desafío enorme, complejo y exigente, pues, sin duda, el discurso de la “mano dura” encuentra condiciones favorables de recepción en sociedades afectadas por la inseguridad, aun cuando, a la postre, como muestra la historia, la respuesta autoritaria, del tipo que sea, termina siempre en fracaso y desolación.

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