REDACCIÓN.- Tocaba el piano, tomaba clases de flauta, practicaba patinaje artístico, hacía ballet y natación. Todo indicaba que la vida de Jennifer Pan sería muy distinta a la que habían tenido sus esforzados padres que, para forjarse un futuro, trabajaban infinitas horas como operarios en una fábrica. Espigada, de pelo largo, lacio y castaño y mirada ingenua, Jennifer era a los ojos de la gente una hija excelente y estudiosa. Todo un logro para unos padres que habían llegado a Canadá, como refugiados vietnamitas, sin nada. El esfuerzo, decían ellos, era la clave para progresar. Por eso supervisaban que sus hijos fueran por el camino señalado.
Jennifer, sin embargo, camuflada en miles de mentiras, logró sortear por muchos años la mirada escrutadora de sus progenitores. Por eso, cuando temió que su torre de embustes cediera y la hundiera en su propio fango, decidió que lo mejor sería eliminarlos.
El peligroso sueño de la hija perfecta
Jennifer Pan nació el 17 de junio de 1986 en Markham, un suburbio de Toronto, Canadá. Huei Hann Pan, su padre, nacido y educado en Vietnam, había llegado a Canadá, en 1979, en calidad de refugiado político. Bich Ha Pan era, también, una inmigrante vietnamita. Se conocieron en Toronto y enseguida se dieron cuenta de que tenían mucho en común. Sobre todo, sus raíces. Se terminaron casando y yendo a vivir al barrio de Scarborough. Encontraron trabajo como operarios en una fábrica de autopartes llamada Magna International. Estaban decididos a que les fuera bien en su nuevo país y a poner todas sus energías para lograrlo. Trabajaban muchísimas horas, pero jamás se quejaron. Era el precio del progreso que ambicionaban.
Durante esos primeros años tuvieron a sus dos hijos. Tres años después de Jennifer, en 1989, nació Félix.
Hann y Bich sentían que estaban logrando sus metas. Eran cuidadosos con el dinero que ganaban, intentaban gastar lo mínimo para poder ahorrar. En 2004 se dieron cuenta de que estaban financieramente muy bien. Era el momento de comprarse una casa más grande e intentar el ascenso social. Buscaron una de dos pisos, con garaje para dos autos, en la zona residencial de Markham.
Habían conseguido una vida mejor para sus hijos, ahora debían velar por su educación. Jennifer Pan crecía y parecía ser la hija perfecta. Eran conscientes de que tenían una vara alta, pero sentían orgullo. Ser estrictos, funcionaba. Eso creían.
Jennifer asistía a una escuela católica, donde era una excelente estudiante. Bajo la mirada atenta de sus padres, durante la primaria, comenzó con clases de piano, flauta, ballet, patinaje artístico, artes marciales y natación. Tenía una agenda completa.
Sus padres soñaban, por entonces, con que su hija se convirtiera en deportista olímpica. Esa fantasía quedó en el camino cuando a Jennifer se le rompió el ligamento cruzado de una de sus rodillas.
En un momento, en esta perfecta vida que creían haber edificado, todo se desvió.
Boletines falsos
Fue cuando comenzaron sus malas notas que Jennifer descubrió el beneficio de la mentira. Como no se animaba a llevar sus bajas calificaciones a casa, se las ingenió para falsificar los boletines. Puso todo su esfuerzo para hacerlo a la perfección. Con la ayuda de unas tijeras, plasticola, viejos boletines y una fotocopiadora, lo consiguió. Sus padres vieron solo notas sobresalientes. Jennifer respiró. Se abocó a seguir por el mismo camino, poniendo el esfuerzo en el lado equivocado de las cosas. Al fin y al cabo, era más fácil mentir que estudiar, falsear las notas que conseguirlas. Y una cosa llevó a la otra.
Por esos tiempos, donde la exigencia era mucha porque volvía a su casa a las diez de la noche después de entrenar con su skate y tenía que hacer la tarea hasta la medianoche, Jennifer empezó a cortarse los antebrazos. Se hacía unas dolorosas y delgadas líneas horizontales. Era pésima señal. Un síntoma que nadie vio.
Durante el secundario en el colegio católico Mary Ward, sabiendo los peligros que entrañaba la adolescencia, sus padres redoblaron la guardia. No querían que su brillante hija perdiera el tiempo saliendo con chicos a bailar. Salidas restringidas y mucho estudio era la norma.
Jennifer logró mezclarse con las diferentes tribus estudiantiles para pasar desapercibida. Era muy tranquila, llevaba unos anteojos de marco de metal y no usaba maquillaje. Su risa fácil, su altura (era mucho más alta que el promedio de los estudiantes asiáticos) y que fuera tan deportista, ayudaron. Nadie notó sus mentiras ni sus problemas.
Las medidas controladoras de sus padres no impidieron que Jennifer conociera en la banda de música del colegio, en primer año, a Daniel Wong. El adolescente de origen chino y filipino tocaba la trompeta. Jennifer moría por él. La relación fue platónica durante un par de cursos, hasta que en el año 2003, la banda salió de gira por Europa y surgió el amor.
En ese viaje, un día después de una actuación del grupo, debido al exceso de humo en el lugar, Jennifer tuvo un ataque de asma. Casi se desmaya y fue llevada hasta el ómnibus que los trasladaba. Daniel se encargó de calmarla. Ese mismo día comenzaron a salir. La joven pareja decidió ocultarlo a los padres de Jennifer. Ella estaba convencida de que ellos no iban a aceptarlo jamás.
Cerca del fin del secundario Jennifer aplicó para una admisión temprana en la Universidad de Ryerson. Su padre deseaba que estudiara farmacia. Fue admitida con la condición de que terminara el colegio. Todos felices.
Pero Jennifer no aprobó todas las materias al terminar el año y la admisión a la universidad le fue revocada. Como no quería decepcionarlos, ni tener problemas con sus reclamos, optó una vez más por falsear la realidad.
Una montaña de mentiras
Los embustes se volvieron cada vez más elaborados. Jennifer se inventó una carta de admisión. Además, les contó a sus padres que el dinero para la universidad lo había conseguido con un préstamo universitario y una beca de 3.000 dólares.
La única verdad era que ni siquiera tenía el título secundario. Su vida se había convertido en una montaña de mentiras.
Durante los primeros tiempos simuló ir a la universidad. Lo que en verdad hacía era deambular por ahí y sentarse en los cafés para pasar el tiempo. Se compró libros de texto usados para hacer creer que estaba estudiando y se empapó con el tema de la farmacología mirando videos por Internet.
Increíblemente no la descubrían, así que ella apostó por más. Después de mucho insistir terminó por convencerlos de instalarse en el campus de la universidad durante los días de semana. Iba a compartir el cuarto con su amiga Topaz. Le dieron el permiso. Después de todo, que ella se instalara dentro del ambiente universitario, era lo normal.
La realidad era totalmente diferente. Jennifer se solía quedar en la enorme casa donde vivía su novio Daniel Wong con su familia, a quienes también les mentía. Luego, alquilaron un departamento juntos. Jennifer se mantenía dando clases como profesora de piano y trabajando en el restaurante Boston Pizza con Daniel. Él era el encargado de cocina, ella atendía el bar. Daniel, quien tomaba clases en la Universidad de York, había empezado también a vender marihuana.
Para evitar problemas, Jennifer, le mentía incluso a sus amigos. De esa manera, “su verdad” estaba resguardada.
Cuando llegó la época de la graduación tuvo que inventar algo más: dijo que el aforo del salón de actos era reducido y que solo podría ir un padre por alumno. Como no quería hacer diferencia entre Bich y Hann, les dijo que le había dado ese único ticket a un amigo. Sus padres, que seguían trabajando a pleno, se tragaron el cuento.
Para continuar con su falsa saga de éxitos Jennifer les relató que había conseguido un puesto como voluntaria en el laboratorio del Hospital de Niños. Esto requería que hiciera algunas guardias por la noche o los fines de semana. Pero a Hann le llamó la atención algo: Jennifer no tenía un delantal que tuviera su identificación. Se lo comentó a Bich y, al día siguiente, insistieron en llevarla al hospital. Su hija no pudo negarse. Apenas llegaron, ella saltó del auto y desapareció entre la gente. Bich corrió detrás de ella. Jennifer se dio cuenta de que su madre la seguía y se escondió en la sala de espera de emergencias un par de horas hasta que ellos se fueron.
Alarmados por la conducta de su hija, los padres decidieron llamar a Topaz, la amiga con quien supuestamente Jennifer vivía en el campus.
El mundo se les vino abajo. Ella les confirmó lo que sospechaban: nunca habían convivido. Todo constituía una gran mentira.
Cuando Jennifer volvió a su casa ellos la confrontaron. Bich lloraba; Hann, furioso, quería echarla de la casa. Bich lo convenció de que ella debía quedarse y que la controlarían mejor.
A pesar de que Jennifer era mayor de edad, tomaron severas medidas. Lograron que dejara el trabajo en el restaurante y le instalaron un dispositivo GPS en su auto. Tenía prohibido salir de la casa sin avisar. También le quitaron el celular y la computadora por más de dos semanas. Y no podría ver a su novio Daniel bajo ningún concepto.
Bich, conmovida por su hija, en ausencia de Hann le permitía chequear los mensajes del celular. Así fue que Jennifer subió a Facebook esta frase: “En mi casa me siento como en arresto domiciliario” y “Nadie conoce nada de mí. Me gusta ser un misterio”.
Daniel, harto de las medidas de la familia, terminó rompiendo la relación y empezó a salir con otras chicas. Jennifer enloqueció.
Planes non sanctos
En 2010 Jennifer se animó y le dijo a un viejo amigo del colegio primario, Andrew Montemayor, que deseaba matar a su padre. Andrew la entendió, le dijo que él mismo había fantaseado con matar al suyo, y le presentó a su compañero de departamento, un chico gótico con las uñas pintadas de negro, llamado Ricardo Duncan. Sería el sicario y Jennifer le pagaría 1.500 dólares por asesinar a su padre en el estacionamiento del trabajo. Pero el tipo resultó no ser un asesino sino un estafador que huyó con el dinero. El plan quedó trunco. Duncan diría, luego del crimen, algo muy distinto: que ella solo le había dado 200 dólares y que él se los había devuelto porque se había negado a matar a Hann.
Al mismo tiempo, Jennifer ideó un plan de mentiras para reconquistar a Daniel que estaba saliendo con una chica llamada Christine. Le hizo un cuento rarísimo sobre unas amenazas que había recibido y se las endilgó a esa joven. Lo logró. Después de sus disparatadas historias, Daniel terminó volviendo con ella. Juntos decidieron retomar el plan de terminar con los padres de Jennifer y quedarse con todos los bienes y ahorros de la familia. Además de la casa, Bich manejaba un auto Lexus ES 300, Hann un Mercedes Benz Clase C y tenían ahorros por 200 mil dólares. Según calcularon ella heredaría medio millón de dólares. Podrían mudarse juntos y vivir muy tranquilos.
Jamás pensaron en que harían con Félix, que estaba estudiando en la universidad ajeno a los truculentos planes de su hermana.
Daniel Wong se puso en contacto con un nuevo asesino a sueldo: Lenford Crawford, alias ‘Homeboy’, un chico proveniente de Jamaica. Lenford les pidió 10 mil dólares para concretar el crimen. Les dijo que necesitaría la ayuda de Daniel y de más gente. Se pusieron de acuerdo. Daniel le dio a Jennifer un Iphone que sobraba en su casa y Lenford le compró una tarjeta SIM para ese celular que solo debían usar para comunicarse entre ellos. Lenford involucró a otro joven, Eric Carty, quien a su vez llamó a David Mylvaganam.
Un acceso VIP
La noche del lunes 8 de noviembre de 2010, al llegar del trabajo, Hann se dedicó a leer las noticias vietnamitas en la planta baja mientras Jennifer miraba un programa de televisión en su cuarto. A las 20.30 Hann subió para dirigirse a su habitación. Felix estaba viviendo en la Universidad McMaster, donde estudiaba ingeniería.
Bich, había concurrido a su clase de danza con una amiga. A eso de las 21.30 regresó, se puso el pijama y se quedó en la planta inferior viendo televisión.
Jennifer estaba atenta a todo. Una vez que escuchó llegar a su madre, mandó desde el Iphone un mensaje a David Mylvaganam: “Tienen acceso VIP”. Acto seguido bajó la escalera, le dio las buenas noches de manera cariñosa a su madre y, sin que ella se diera cuenta, quitó el cerrojo de la puerta principal.
Jennifer sabía que no volvería a verla viva, pero no le importó. A las 22.02 la luz del escritorio del segundo piso se encendió. Era la señal de Jennifer para que sus cómplices entraran.
El tranquilo vecindario de Unionville, en Markham, estaba por convertirse en escenario de un crimen violento.
A las 22.09 tres intrusos ingresaron por la puerta principal: Lenford Crawford, David Mylvaganam y Eric Carty. Todos llevaban armas. Uno apuntó a Bich, los otros dos subieron corriendo la escalera. En el piso superior, mientras uno fue a sacar a Hann de su cama a punta de pistola; otro, se ocupó de Jennifer a quien le ató los brazos hacia atrás con cordones de zapatos. Por lo menos eso declaró la joven. Les exigieron todo el dinero que tuvieran en la casa. Jennifer les dio sus ahorros, 2.500 dólares y 1.100 más que había en la mesa de luz de su madre. Luego bajaron a buscar la billetera de Bich que estaba en su cartera en la cocina.
Aterrada, la dueña de casa les suplicaba que no le hicieran nada a su hija. Carty volvió a subir con Jennifer y la habría dejado amarrada a una baranda.
Crawford y Mylvaganam, por su parte, cubrieron la cabeza de ambos padres con mantas y los condujeron al sótano de la vivienda donde les dispararon. Tres veces a Bich en el cráneo, quien cayó fulminada; dos veces a Hann, una en el hombro y otra en la cara. Luego, huyeron.
Mientras, en el piso de arriba, la joven Jennifer lograba desatar sus manos y llamar al 911. Le dijo a la operadora que los habían asaltado y que había escuchado disparos. Lloraba histéricamente y gritaba que se apuraran. En el segundo 34 de la grabación ocurre algo inesperado: se oyen los gritos de Hann desde la planta baja.
Contra todos los pronósticos, el padre había sobrevivido. Se había despertado segundos después de los tiros, había visto a su mujer muerta y había comenzado a gatear desesperado escaleras arriba. Tambaleándose salió por una puerta y le pidió ayuda a su vecino quien llamó a una ambulancia. Fue trasladado al hospital Markham Stouffville primero y, luego, por la gravedad de sus heridas, derivado en helicóptero al Sunnybrook Hospital, de Toronto.
Engañar al que engaña
A los investigadores de homicidios les llamó mucho la atención que los ladrones convertidos en asesinos solo se hubieran llevado efectivo y no hubieran tomado nada más. Por ejemplo, los autos, cuyas llaves estaban a la vista, en la entrada de la casa. Además, resultaba extraño que hubiesen entrado por la puerta principal. Por otro lado, ¿cómo era que los ladrones no habían llevado precintos para atarlos o una barreta para forzar la puerta de entrada?
El detective de la Policía Regional de York, William Courtice, sentía que nada cuadraba. Sus sospechas sobre Jennifer se acrecentaron cuando los médicos le informaron a la joven que el padre iba a sobrevivir. En vez de estar contenta, parecía aterrada.
Una semana después de los balazos, Hann despertó del coma inducido. Tenía un hueso roto en la órbita ocular, lo habían operado para sacarle un trozo de otro hueso de la cabeza y le habían reparado la carótida dañada con el balazo. Pudo testificar y contó algo sorprendente: había visto a su hija hablar amablemente con uno de los asaltantes, como si fueran viejos conocidos. Y dio un detalle: ella no había sido atada. Contradecía lo que Jennifer había declarado en los interrogatorios. El mismo padre desconfiaba de su propia hija. Los compañeros de colegio y universidad de Jennifer, también.
Por esos días, se realizó el funeral de Bich al que tanto Félix como Jennifer acudieron.
Al ser interrogada por tercera vez por la policía canadiense (que tiene permitido legalmente mentir a los sospechosos para obtener confesiones que sean válidas en un juicio), el oficial William “Bill” Goetz, le aseguró que tenía una computadora con un software especial que podía detectar las mentiras. La convenció, además, de que había satélites que utilizaban tecnología infrarroja para analizar los movimientos dentro de los edificios y casas.
Sintiéndose rodeada, el 22 de noviembre de 2010, terminó diciendo que sufría depresión y que quería suicidarse. Como no se animaba, había acordado con los asesinos que la mataran, pero ellos terminaron matando a sus padres.
Era una falsedad demasiado rebuscada.
Luego de esto, uno a uno, todos los implicados fueron cayendo.
Todos al banquillo
El 19 de marzo de 2014 comenzó el juicio que duró diez meses. Ella negó los cargos, aunque admitió en el estrado que una vez había planeado contratar a alguien para que cometiera el crimen por ella, pero dijo que en esa ocasión le robaroan el dinero.
El resto de la banda también negó todo. La defensa de Daniel Wong y Crawford sostuvieron que ninguno de ellos estuvo en la residencia de los Pan la noche del asesinato, que solo habían actuado de intermediarios con quién efectuó los disparos. Aportaron sus coartadas laborales. Carty dijo que solo había sido el conductor del vehículo, pero que no había ingresado. El abogado de Mylvaganam negó que su cliente fuera el tirador.
Pero la acusación fue contundente. Los acusaban de asesinato en primer grado, intento de asesinato y conspiración para perpetrar los homicidios. La evidencia presentada incluyó: los movimientos de todos los teléfonos celulares, los mensajes (incluidos los cien intercambiados entre Jennifer y Daniel Wong seis horas antes de los hechos); el ingreso atípico de los ladrones; las inconsistencias del testimonio de Jennifer; la falta de sentimientos que demostraba tener la acusada; el hecho de que a ella no le habían vendado los ojos y no la habían hecho descender al sótano a pesar de haberle visto la cara a los atacantes. Además, estaban los dichos de su padre.
El 13 de diciembre de 2014 Jennifer, Daniel Wong y sus tres cómplices fueron declarados culpables y condenados a cadena perpetua.
Cuando se dio a conocer el veredicto, Jennifer no se inmutó. Recién pasados 25 años tendrán derecho a que se estudie la posibilidad de una libertad condicional.
Los padres “tigre” y el drama de sobrevivir
El caso puso en la lupa de la sociedad canadiense un tema del que se estaba hablando mucho: “los padres tigre”. En este modelo de paternidad híper exigente, generalmente orientales, ellos empujan a sus hijos a destacados niveles académicos. Ultra competitivos, suelen buscar el éxito a cualquier costo. En esta forma de crianza los niños no son sobreprotegidos sino sobreexigidos.
El caso de Jennifer parecía ser de esa escuela. De acuerdo a su compañera de colegio del secundario, Karen K. Ho, el padre de Jennifer, Hann, era el clásico “padre tigre” y Bich lo acompañaba en sus decisiones. Karen reveló que Jennifer “a los 22 años no había ido nunca a un boliche, no se había emborrachado, no se había ido jamás de vacaciones sin su familia”. Otro compañero de clase que no quiso ser mencionado dijo a los medios que los Pan eran excesivamente controladores. Lo cierto es que cualquier análisis o cuestionamiento sobre esta manera de ejercer la paternidad, para la familia Pan, llegó demasiado tarde.
Como consecuencia de sus heridas, Hann quedó inválido y no pudo volver a trabajar. Tanto él como su hermano Félix, le pidieron a la corte una restricción para que Jennifer no pueda acercarse a ellos, ni volver a contactar a nadie de la familia. También le fue prohibido conectarse con Daniel Wong.
Hann dijo en su testimonio escrito: “Cuando perdí a mi mujer, perdí a mi hija al mismo tiempo. No siento que tenga más una familia. Quizá algún día sienta la felicidad de estar vivo pero me siento muerto. Deseo que mi hija Jennifer recapacite sobre lo ocurrido con su familia y que algún día pueda convertirse en una persona honesta”.
Tiene pesadillas, padece ataques de ansiedad y de insomnio y sufre intensos dolores físicos. Necesita vender su casa de la Avenida Helen 238, pero nadie quiere comprarla. Es por esto que vive con familiares. Félix también sufre de depresión. Se mudó a la Costa Este para escapar del estigma de ser asociado con su hermana asesina, donde trabaja en una compañía de tecnología.
La pesadilla no ha terminado. Jennifer solo tiene 35 años y su familia, a pesar de que estará presa por lo menos hasta 2035, todavía le teme.
Fuente: Infobae