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La hora de las democraduras

Como advertía Carl Schmitt, la democracia, entendida exclusivamente como mera elección popular de los gobernantes, en nada es incompatible con regímenes dictatoriales o autoritarios.

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Para Marx la religión era el «opio de las masas». Por su parte, Niall Ferguson afirma que el nacionalismo ha sido la “cocaína de las clases medias”. Hoy pienso que podemos sostener que el populismo es el fentanilo del pueblo, administrado a través de los “aparatos ideológicos del Estado” (Louis Althusser) y encarnado en el jefe o líder populista de ese Estado.

Digo lo anterior a propósito de la inconstitucional remoción de los jueces de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema por la Asamblea Legislativa de El Salvador, dominada por el presidente Nayib Bukele. Como es sabido, aparte de confrontar a “los de abajo” con “los de arriba”, para incorporar en la comunidad política a los primeros y excluir a los segundos, lo que tipifica a los populismos, de izquierda o de derecha, es considerar las instituciones del Estado de derecho como obstáculo a la decisión política de las autoridades y a la participación popular.

Es el caso de Bukele. El joven líder llega “al poder democráticamente sin agenda clara y sin participar en debate alguno, dé órdenes por Twitter, se tome con militares y policías las instalaciones de la Asamblea Legislativa, instale centros ilegales de detención, desacate resoluciones de la Sala de lo Constitucional y sugiera fusilar a sus magistrados, acose a sus críticos y a la prensa independiente, instale cercos militares y suspenda derechos a su gusto, ponga en cuarentena a la transparencia, llene su gabinete con amigos y familiares, tutele la corrupción y el nepotismo de sus aliados y colaboradores, gobierne con su clan y con la asesoría de la extrema derecha venezolana, reduzca milagrosamente la violencia homicida con un plan que nadie conoce, sea desmemoriado de los Acuerdos de Paz y, con todo eso, siga gozando de una amplísima aprobación popular” (Edgar Baltazar Landeros).

Como advertía Carl Schmitt, la democracia, entendida exclusivamente como mera elección popular de los gobernantes, en nada es incompatible con regímenes dictatoriales o autoritarios. Y es que democracia y liberalismo responden en realidad a dos tradiciones diferentes: una, la liberal, basada en el gobierno de la ley, la defensa de los derechos humanos y el respeto a la libertad individual, y otra, la democrática, fundada en la igualdad, la identidad entre gobernantes y gobernados y la soberanía popular.

El liberalismo parte de que el poder corrompe y que el poder absoluto corrompe absolutamente (Lord Acton) –de donde nace la necesidad de limitar al poder mediante la división de poderes y la garantía de las libertades-, en tanto que, en la democracia, como todo el poder deriva del pueblo, no se acepta, en principio, como legítima ninguna limitación al poder popular -que todo lo quiere y todo lo puede-, limitación que siempre será una subversión al derecho absoluto del pueblo a autodeterminarse (Rousseau).

Obviamente, si la democracia se basa en que la mayoría puede determinar libre y soberanamente lo que es legal y lo que es ilegal, no cabe duda de que esta mayoría puede perfectamente declarar ilegales a sus adversarios políticos, considerándolos fuera de la ley y excluyéndolos de la comunidad. Así, la democracia no es incompatible con la dictadura, sino que una democracia llevada a su máxima expresión es necesariamente dictadura, dictadura soberana, dictadura regida por el gran y único soberano que es el pueblo. O, como diría Schmitt, “una dictadura no es posible si no sobre una base democrática”. Max Weber fue clarividente: posiblemente -decía- la mejor forma de realización de la democracia sea la dictadura de un líder carismático y popular, elegido por la masas como su hombre de confianza. La dictadura, por tanto, puede ser antiliberal, pero, en tanto “dictadura con respaldo popular” (Juan Bosch), no necesariamente antidemocrática. ¡Pero atención!: la dictadura democrática siempre desemboca en la dictadura de un hombre. Por eso, ésta, al final, cuando el populismo se vuelve impopular, puede y debe prescindir, como pasó en Venezuela, de la participación electoral.

La democracia autoritaria, iliberal, “democradura” o “dictablanda”, no es, por tanto, la democracia participativa. No. Se trata más bien de una democracia plebiscitaria, esencialmente demagógica, centralista, populista, verticalista y opresiva. El pueblo puede participar, claro. Pero del modo que un cuerpo no organizado lo puede hacer, es decir, como la multitud que pidió liberar a Barrabás, por gritos o por aclamación, hoy digitales. En el fondo, la democracia populista desconfía de un pueblo al que no le cree capaz de tomar decisiones y al que finalmente excluye, deviniendo dictadura pura y dura.

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