En la encendida discusión sobre el famoso artículo 30 de la Constitución, con el cual se penaliza toda interrupción del embarazo, se escondieron muchas hipocresías. Tras los alegatos a favor del derecho a la vida desde la concepción misma, se ocultaban viejas historias de abortos y paternidad irresponsable. Alrededor de este punto hubo una grande exhibición de pasiones y prejuicios, demostrando de hecho el relevante papel de la Iglesia Católica en la discusión de los temas fundamentales, en paradójica muestra de incongruencia en el debate de un texto que pretendía ser expresión legítima de laicismo.
El tema del aborto desvió la atención del país de otros asuntos no menos importantes, algunos de los cuales se refieren a los derechos ciudadanos, individuales y colectivos o difusos, cuya eliminación muchos de ellos han traído oscuros nubarrones y duras controversias.
Algunos de los más entusiastas defensores públicos del “derecho a la vida desde la concepción misma”, no lo respetaron en su momento y dudo que todavía. Se trata de una verdad muy conocida, imposible de ocultar y muy presente en la chismografía parlamentaria. El derecho a la vida “desde la concepción misma” implica paternidad responsable, es decir el derecho elemental de los hijos a ser amados y protegidos por sus padres. Algunos de sus ardientes defensores arrastran consigo complejas historias públicas de infidelidad, desconociendo paternidades fuera del matrimonio, sacramento al que debían estar fiel y obedientemente obligados por compromisos con la fe.
La discusión en el marco de la Asamblea y de la propia Iglesia para la aprobación de la Constitución, acerca de la cual hubo mucha preocupación ciudadana, resultó un excelente escenario de exhibición de la más auténtica hipocresía que jamás se nos haya ofrecido. Apuesto a que la mayoría de ellos ha usado alguna vez preservativos.