El día de las elecciones la Junta Central Electoral (JCE) es la máxima autoridad del país. Su autoridad está por esas horas por encima de la del Poder Ejecutivo y de los organismos de seguridad. Todos los poderes del Estado quedan subordinados a ella, en el caso de que las circunstancias así lo requieran. El Ejército y la Policía, las instalaciones públicas y cuantas necesite para realizar su labor, sean planteles escolares o establecimientos privados, si fueran necesarios, están supeditados al servicio del proceso que al organismo le corresponde administrar.
En el caso hipotético de que alguna falla técnica, el suministro de energía eléctrica por ejemplo, amenace el buen desenvolvimiento del proceso, la JCE tiene la autoridad suficiente para asumir el control de ese o cualquier otro servicio público, a fin de garantizar la efectiva realización del sufragio y el conteo posterior de los votos. Esto último es de suma importancia, dada la decisión de utilizar el domingo 15 de mayo próximo, por primera vez en la historia electoral dominicana, un sistema muy sofisticado de contabilidad electrónica. En otras palabras, como me dijera un destacado abogado constitucionalista, ese día se da, de hecho, un estado de excepción sin necesidad de declararlo.
El poder otorgado por ley a la JCE por ese día es una garantía del proceso mismo. Por tal razón, los temores sobre un eventual apagón o una disminución del servicio energético o de cualquier otro género vital para el éxito de las elecciones, sólo tendrían sentido si esa autoridad suprema nacida de la ley no se ejerce a cabalidad. La JCE está en capacidad de adoptar las medidas indispensables para garantizar el derecho ciudadano de elegir a sus gobernantes. Y no se le está permitido delegar a terceros cuanto la ley pone en sus manos. Si la JCE actúa como debe hacerlo no habrá razones para creer que el fantasma del caos se apodere de nosotros.
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