Todos sabemos que las prioridades de la República son muchas y que los recursos para encararlas muy reducidos. Una de ellas, tal vez de las más importantes, es la del combate a la corrupción, por los efectos dañinos que tiene en el desenvolvimiento de la economía y porque, además, limita la capacidad del Estado para llenar su función social y regulatoria y porque genera un sentimiento generalizado de frustración, que en un estadio extremo es capaz de paralizar las energías nacionales. Siendo candidato, el después presidente de la República, Leonel Fernández, dijo que el Estado dominicano era “una estructura jurídica al servicio de la corrupción” y, por supuesto, lo siguió siendo durante sus tres administraciones, al más alto y pecaminoso nivel.
El caso me lleva a una pregunta: ¿es tan grande el fenómeno que no podríamos abatirlo? No es fácil la respuesta, pero creo que caeríamos en un trágico e inmovilizador fatalismo si partiéramos de la creencia de que no exista solución. He dicho y sostenido que las instituciones democráticas funcionan allí donde hay personas con suficiente coraje y voluntad para motorizarlas. Lo mismo ocurre con la justicia, una ficción en el país. Si contáramos con jueces y fiscales dispuestos a cumplir con su deber y asumir las consecuencias de sus acciones en defensa del derecho, los tribunales serían confiables y en relativamente poco tiempo la justicia comenzaría a funcionar como es debido y el país sería otra cosa.
No importa cuán grande sea la corrupción y dañados se encuentren los poderes del Estado y las instituciones que lo forman. Leyes tenemos en demasía y el país camina y funciona a pesar de nuestro ancestral pesimismo. Muchos pudieran decir, y razones no les faltarían, que cojea y apenas funciona, pero si la nación se retrasa o detiene en su marcha no es responsabilidad única de quienes están al frente de ella, sino de la indolencia colectiva.