Cuenta el rumor público que un zorro político dominicano hizo su primera gran fortuna organizando viajes ilegales; es decir, echándole seres humanos desesperanzados y enajenados a las bocas de los tiburones del enigmático Canal de la Mona o a las fauces gigantes de la discriminación en Puerto Rico.
A él, sin embargo, hoy hasta le llaman Don; le consideran trabajador incansable y el más solidario con el prójimo.
Como él, muchos y muchas: políticos, empresarios, militares, policías, buscones, yoleros… Conforman una red con complejo de telaraña donde el silencio cómplice está empeñado con los dueños del negocio a cambio de unos cuantos pesos… o de una amenaza. Todos coinciden en que el dinero es el único marco de referencia de los valores y del éxito. Fuera de ahí –están convencidos–, nada ni nadie valen.
Los viajes ilegales en yolas son parte de una empresa de altos quilates, no tan informal como aparenta, que desde su boom, en los ochenta del siglo XX, jamás ha dejado de reportar altos rendimientos económicos para sus dueños, un vertedero de carne humana al mar Caribe como alimento para los peces hambrientos y un mundo de frustraciones para los sobrevivientes y sus familiares.
Trátase de una industria activa, aunque sus borbotones solo la desparramen, como de costumbre, en estos días navideños. Porque diciembre es el mes de los polizontes. Los armadores de las travesías de la muerte creen que es el mejor tiempo, debido a que –entienden– la autoridad se entretiene con los sobreexcites y la algarabía de quienes vienen a disfrutar las fiestas con sus familiares tras jornadas de trabajo extremo en el extranjero. Y lo hacen al margen de cuan molesto se sientan el Caribe y el Atlántico.
Los verdugos saben que sus presas no reparan en peligro alguno y que inevitablemente picarán las carnadas envenenadas. Son clientes desencantados, con autoestima baja, agitados por el modelo de éxito vigente en el país, privados de las visas USA de sus sueños y con el tétrico espejo de bienestar que les han puesto enfrente, al otro lado del canal.
El naufragio de la barcaza de madera con cerca de 100 personas a bordo, que acaba de ocurrir frente a las costas del municipio nordestano Nagua, provincia María Trinidad Sánchez (al menos tres muertos y una decena de desaparecidos), es solo un evento en una ruta caliente y puntual como el tren bala de Japón.
Casi seguro que los sobrevivientes volverán a intentarlo. Ni que hubieran muerto todos los ocupantes, cambiarían de actitud. Quien haya dialogado con polizontes, sabe de sus convicciones. Ni siquiera los frena la puesta en juego de sus vidas; menos los fallecimientos de otros. Porque se asumen abatidos por la exclusión social y la perversión de valores.
Hecho el viaje, vivida la experiencia de desigualdad social y hasta de xenofobia en el país destino, algunos se arrepienten. Como mi amigo Darío, quien, sentado una noche de 2001 a la mesa de un bar boricua, impotente, se bañó en lágrimas. Ni siquiera podía reunir el pasaje de regreso. Recio y bravo miembro de una organización de izquierda radical, había cedido a la tentación de la yola luego del nacimiento de su niña. Quería producir para criarla con dignidad. Pero su pesadilla comenzó en el mismo viaje cuando llegó el pánico y comenzaron a oír voces y alaridos, y a ver olas gigantes y oscuras que solo había visto en películas de ficción, y a sentir aquellos vacíos infernales, y a ver un mar haciéndole muecas, y a ver mujeres que vomitaban y se defecaban y morían del susto, y hombres aterrados que preferían lanzarse a las bocas de tiburones hambrientos que coqueteaban a los lados…
Sobrevivió a la batalla, Darío; más por su hija recién nacida que por su conocida fiereza. Para muy poca cosa le sirvió aquello, sin embargo. No escapaba de una zozobra por su condición de extranjero indocumentado; apenas conseguía el dólar para comer una vez al día; tenía que pagar los servicios de renta y electricidad y, para colmo, su razón de vivir en ese momento le dijo por teléfono que “ya tú no eres mi papá, yo tengo otro”.
“Esto es una mierda aquí en Puerto Rico. Estoy peor que allá”, me comentó entre sollozos un hombre que se resistía a caer en la trampa de la venta de drogas y a los asaltos… a las superofertas del mundo del delito.
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