Camus, en El primer hombre, cuenta una anécdota sobre su padre. En 1914, un hombre asesinó a una familia de adultos y niños en Argel y fue por ello condenado a muerte. Indignado, el padre del escritor, al igual que mucha gente, quiso presenciar la ejecución de aquel asesino. Fue la única vez en que asistiría a una ejecución de pena capital y nunca habló con nadie sobre la misma. La madre de Camus sólo contaba que su esposo volvió a la casa corriendo, mudo y con el rostro desencajado, recostándose en la cama y poniéndose de inmediato a vomitar. Según el Premio Nóbel la náusea de su padre, un “hombre recto y sencillo”, revela lo indignante de la pena de muerte.
Esta historia nos lleva al famoso “test del vómito” del magistrado estadounidense Oliver Wendell Holmes, según el cual el juez debe declarar inconstitucional una ley si le dan ganas de vomitar, es decir, que una ley es inconstitucional si para “un hombre racional y justo” ésta viola “principios fundamentales tal como han sido entendidos por las tradiciones de nuestro pueblo”, y que se encuentran tan profundamente arraigados en el ser del juez que a éste le resultaría inconcebible fallar contra ellos (Lochner v. New York). Serían inconstitucionales entonces aquellos actos estatales que, para decirlo con las palabras de la doctrina angloamericana, “chocan la consciencia”, o sea, si resultan ser «graves y manifiestamente injustos” para cualquier persona.
Conforme esta prueba, fácil porque esos principios morales esenciales están positivizados en la Constitución y los convenios internacionales de derechos humanos y no requieren una compleja “ponderación” à la Robert Alexy por un “juez Hércules” à la Dworkin, por lo menos allí donde es manifiesta la arbitrariedad estatal, sería inconstitucional sacar a la fuerza de los hospitales a mujeres embarazadas extranjeras de status migratorio irregular, deportar a dominicanos con sus documentos por ser negros o impedir que los niños accedan a la educación por no tener acta de nacimiento.
Lamentablemente, parte de la sociedad dominicana, para decirlo como Žižek, nunca ha podido desarrollar plenamente la “sensibilidad moral espontánea”, elemento que debería componer “nuestra identidad colectiva”, y no ha “integrado en su sustancia ética los grandes axiomas modernos de la libertad, la igualdad, los derechos democráticos, el deber de la sociedad de proveer educación y salud básica a todos sus miembros”, lo que impide que el racismo, la aporofobia y el sexismo, por solo citar tres ejemplos, no se hayan vuelto tan ridículos que no haya necesidad de argumentar contra estos, al extremo de que si alguien los promueve abiertamente sería “inmediatamente percibido como un excéntrico que no puede ser tomado seriamente”.
Todo lo contrario: aquí, ser racista, homofóbico, aporofóbico o sexista, es totalmente normal y no necesita ser desplegado de modo velado como en otras sociedades. Nuestros prejuicios son algo absolutamente normalizado, que practicamos y admitimos sin tapujos, publicando obscenamente y sin rubor lo que es tabú en cualquier sociedad medianamente civilizada y decente.
Nuestra falsa conciencia nos impide percibir nuestros terribles y vergonzantes prejuicios en toda su descarnada realidad. Por eso no nos repugnan ni provocan náuseas groseros y arbitrarios atropellos de los derechos. Porque no tenemos moral del Estado de Derecho. Porque no nos grita el corazón ni tampoco nos dice nada la conciencia.