El gran revuelo, amplio rechazo y la indignación a nivel nacional ante el proyecto de ley de trata de personas e inmigración ilegal se explica y justifica por la sensibilidad de los dominicanos ante cualquier iniciativa que de algún modo pueda atentar contra la soberanía y el derecho del país a decidir su propio destino sin interferencia foránea.
Este sentimiento nacionalista, que tiene su origen en el legado de los fundadores de la patria, ha aflorado en medio del debate por el controvertido proyecto porque, como se ha interpretado, podría sentar las bases para obligar al Estado a legalizar a cualquier indocumentado que pueda alegar que ha sido víctima de trata de personas.
Es justo reconocer que el espíritu de la ley tiene, en principio, un fin noble y se inscribe dentro de protocolos de respeto y protección a los derechos humanos, de los cuales la República Dominicana es compromisaria por haber suscrito tratados internacionales.
Sin embargo, tal como ha sido redactada en algunos de sus párrafos, se presta para interpretaciones que podrían vulnerar principios de autodeterminación propios de cualquier nación en base a su Constitución.
Quienes han salido en defensa del proyecto, diciendo que ha sido acogido con buenos resultados en otras naciones del hemisferio, olvidan que la República Dominicana tiene una condición única por estar en una isla compartida por dos países y el grave problema que esto plantea en términos migratorios con respecto a Haití, que atraviesa por su más seria crisis de ingobernabilidad con bandas armadas que han impuesto el terror, mientras que la comunidad internacional, se queda en «bla, bla, bla» y no acaba de enviar la tan esperada ayuda.
El Poder Ejecutivo ha hecho bien en retirar el proyecto y debería analizar detenidamente la posibilidad de despojarlo, en algunos de sus articulados de los temores que han suscitado tantas críticas, nada menos que en el mes de la patria.