Todos conocemos bien al personaje. Ha sido exitoso en su vida privada. Su éxito se proyecta en la arena pública. Es visto, incluso, como modelo de triunfo personal y de solvencia moral para la sociedad. Algunas veces es carismático; otras, convence al público por tan solo proyectarse por encima de los intereses partidistas. Este personaje muchas veces brinca al escenario político proyectando soluciones a los problemas nacionales, criticando -a veces con el descarado tupé de hacerlo desde un partido tradicional- a los políticos del sistema, convirtiéndose así, gracias a que vivimos, como bien afirma Mibelis Acevedo, en una época “de indignación viralizada en segundos y bilis volcada caóticamente a las redes sociales”, en un profesional de la antipolítica.
El discurso de este personaje es más viejo que Matusalén. Ya en 1929 el Lic. Federico C. Álvarez, en su trascendental conferencia intitulada “Ideología política del pueblo dominicano”, criticaba a los “partidos personales” y al caudillismo que arrasaba con el erario. Se trata de un discurso predominantemente autoritario, heredado de José Enrique Rodó, quien en “Ariel” despreciaba a unas masas que solo escaparían a la barbarie si cuentan con “una alta dirección moral” que no pueden dar los partidos sino una minoría que se constituya en “aristocracia del espíritu”. Esa alta dirección moral la heredaría y encarnaría el tirano Trujillo, quien, en palabras de Ramón Marrero Aristy, fundó el Partido Dominicano, surgido del “patriótico propósito” de fusionar todos los partidos bajo la jefatura del “Jefe”, propiciando así “la nueva filosofía política que había sustituido los viejos módulos del caudillismo”.
El terror de la tiranía trujillista revela que no hay peligro mayor para las democracias electorales y liberales realmente existentes que este discurso moralista, insoportablemente leve, que privilegia al que practica la política como divertimento light, part time, sobre el político profesional, que es político por vocación; que tilda a los partidos y a los políticos profesionales de esencialmente malos y corruptos y les niega toda legitimidad; que rechaza a la necesariamente “gris, agria, fría y aburrida” democracia que tenemos; que aborrece, con su adanismo, honestismo y narcisismo político arrásalo todo, el indispensable, razonable y parcial consenso político, al que despectivamente tacha de “acuerdos de aposento”; y que concibe la política bajo la lógica populista y antagónica de los buenos contra los malos y los serios contra los sinvergüenzas.
Pero no puede haber verdadera “política sin políticos”, como bien advierte José Francisco Peña Guaba. Y es que la democracia, en palabras de Adam Michnik, se basa “en una continua articulación de intereses particulares, en una búsqueda inteligente de acuerdos entre ellos […], se basa en la eterna imperfección, en una mezcla de pecado, santidad y tejemanejes. Esta es la razón por la que a quienes buscan un Estado moral y una sociedad completamente justa no les guste la democracia. Sin embargo, éste es el único sistema que, al tener la capacidad de cuestionarse a sí mismo, también la tiene de corregir sus propios errores”.
Paradójicamente, y como preclaramente señala Carl Schmitt, el político que descalifica a los demás por ser “políticos” y que se muestra por encima de ellos “en su calidad de «apolítico», sostiene la más política de todas las posiciones y la que nos conduce directamente a la destrucción de la democracia.
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