En el entorno local adoptamos la tesis del “plazo” que implica que el proceso penal en República Dominicana no puede sobrepasar el tope de 5 años, incluyendo la vía recursiva (148 CPP). Y en cuanto a las condiciones de razonabilidad, la jurisdicción constitucional local ha adoptado (ver TC/0143/22) la medición establecida por la Corte IDH (Caso Carranza Alarcón Vs. Ecuador, de fecha 3 de febrero de 2020) a través de “la complejidad del asunto; la actividad procesal del interesado; la conducta de las autoridades judiciales, y la afectación del involucrado por la duración del proceso”.
Cuando la Corte IDH se refiere a “la conducta de las autoridades”, no se orienta al cúmulo de trabajo o a un problema estructural del poder judicial, sino a que exista “justificación de tiempo de inactividad”, especialmente en los casos en que el encartado se encuentra privado de su libertad, atendiendo a la diligencia y presteza en los trámites judiciales realizados por las autoridades (Caso Jenkins Vs. Argentina, de fecha 26 de noviembre de 2019).
Siguiendo esa línea que ya vimos la semana pasada en la primera parte de esta serie, Colombia adopta esa idea de que es necesario e inaplazable que se demuestre “la diligencia razonable del operador judicial” que, como advierte la Corte IDH, evidencie la justa causa de cada tiempo de inactividad. Lastimosamente en suelo dominicano se adoptó la teoría de las dilaciones justificadas pero desnaturalizando su esencia, siendo apenas suficiente que se argumente el “cúmulo de trabajo” para que el plazo razonable se extienda más allá del periodo normativamente previsto (TC/0394/18).
Para nadie ha de ser una sorpresa que al denigrar de la importancia del plazo de esta manera, la jurisdicción constitucional ha dotado a la jurisdicción ordinaria de una herramienta barata para convertir esta garantía procesal en una penosa letra muerta. Para demostrar esta afirmación, se tiene la sentencia TC/0176/21 en la cual se conoce de un proceso en el que se presentó acusación por abuso de confianza el día 7 de noviembre de 2012 y el 28 de febrero de 2020 es la fecha en la que la Suprema Corte de Justicia emite la decisión que cierra la vía ordinaria.
En ese caso el Tribunal Constitucional no solo se alinea con su postura formal y mecánica ya criticada, sino que además, se concentra de forma certera en que la evaluación de las particularidades del proceso debe afincarse en “los incidentes y pedimentos planteados por el imputado con los fines de dilatar el proceso”.
Pero el voto disidente de la Mag. Alba Luisa Beard Marcos deja entrever que ya empieza a sentirse cierta preocupación por la forma en que se está interpretando el Derecho en este asunto, cuando especifica que es imposible que cualquier actuación o pedimento del imputado se compute en su contra para conteo del plazo, siendo que una cosa son las tácticas dilatorias y otra los usos legítimos de la vía de Derecho.
A esa válida preocupación se suma lo siguiente: el Tribunal Constitucional ansioso por analizar la conducta procesal del justificable, omite cualquier tipo de análisis o cuestionamiento a las demoras generadas por el mismo tribunal de fondo, que en este caso según se advierte en su contenido, implicaron aplazar el conocimiento de la audiencia más de cinco veces para completar citaciones con largos periodos entre una y otra convocatoria lo cual, naturalmente, escapaba al control del justiciable.
Pese a la importancia de estas dilaciones jurisdiccionales injustificadas, sin merecer este aspecto el más exiguo análisis o la ejecución de un descuento parcial del plazo o, al menos, un asomo de recomendación de mayor diligencia a los tribunales ordinarios termina afirmando que “resulta claro que las razones esenciales del retardo indebido del conocimiento del proceso, deriva del comportamiento procesal del imputado”.
De esta manera, el plazo como límite razonable ha quedado a merced de cualquier “retardo”, lo que indica que el precedente vinculante autoriza la inaplicación del “plazo” máximo de cinco años, secundado la imposición de una postura que está inclusive por debajo del umbral de la tesis internacional del “no plazo”, pues ni siquiera se requiere que para verificar su razonabilidad se evidencie “la diligencia razonable del operador judicial” y basta aferrarse a cualquier pedimento aun legítimo del imputado para hacerle responsable del retraso de su propio proceso.
Sin embargo, todo parece indicar que este sombrío panorama no resultaba suficiente y era necesario darle al principio del plazo razonable una estocada final para asegurar su total ineficacia y el Tribunal Constitucional, nuevamente se encargó de ello, tal y como se dará a conocer en la última entrega de esta serie, el miércoles 24 de agosto de 2022.