Como ya se ha venido abordando en las dos entregas anteriores, el Tribunal Constitucional mediante la sentencia TC/0394/18, hirió de muerte el plazo razonable al fijar criterio en cuanto a que en los procesos judiciales puede existir una demora judicial “justificada” que puede extender la causa cuando se ha presentado un “cúmulo de trabajo” o “problema estructural dentro del sistema judicial”.
Como resultado de esta grieta a la garantía, ya empieza a visualizarse como natural que un proceso penal en la experiencia local se extienda por casi 9 años (sentencia TC/0176/21). Pero parece que el Tribunal Constitucional necesitaba asegurarse de darle al plazo razonable la contextualización menos significativa posible y la interpretación en el sentido menos favorable al imputado como titular del derecho fundamental al debido proceso, al rodear la garantía procesal del plazo razonable de un exceso ritual manifiesto injustificado e insoportable, que noqueó lo poco que restaba de su efectividad.
Y lo hizo por medio de la sentencia TC/0213/20, en la que un imputado alegaba inaplicación de la ley más favorable para resolver una solicitud de extinción de la acción penal seguida en su contra, por vencimiento de la regla de la duración del proceso. En el apartado 10.12 el TC afirma que la decisión “no está circunscrita solo al plazo, sino a que la dilación del proceso sea atribuible al órgano judicial y/o Ministerio Público”.
Reglón seguido aduce textualmente que “por tanto se debe fundamentar en cuáles actores y actuaciones procesales han provocado la dilación; sin embargo, en el presente caso el accionante incumplió con estos requisitos, limitándose sólo a indicar que el acto inicial del proceso es la citación que le realizó (…) sin fundamentar debidamente, ni señalar algún acto dilatorio en que hubiere incurrido el órgano judicial o el Ministerio Público.”
Es decir, el Tribunal Constitucional niega la protección de esta garantía procesal porque el solicitante no se sentó a listar, una por una, las demoras del órgano judicial o fiscal, como si ellas constaran en la cabeza del imputado y no en el expediente.
Esto es inaudito. Además de que hace un “corte y pega” recortado de la doctrina constitucional colombiana y omite exigir a las autoridades la prueba de su debida diligencia para no extender innecesariamente el proceso, va más allá más al requerir que sea el imputado quien determine cuándo y cómo el fiscal o el juez ejecutaron actuaciones procesales dilatorias o comportamientos negligentes.
Es decir que esa constatación que por lógica no se define por señalamientos de parte, sino a la luz de las incidencias procesales, se pone primero sobre los hombros del justiciable que sobre las entidades del Estado llamadas a rendir cuentas por su gestión. De esta manera la alta corte constitucional reniega de su propio precedente TC/0427/15 en que, bajo una luz distinta, afirmaba que para cumplir las garantías del debido proceso, el justiciable debía poder hacer valer sus derechos y defender sus intereses eficazmente, pues el proceso no es un fin, sino el medio para asegurar esa tutela efectiva.
Pero ahora, frente a una interpretación formalista, infundada y ajena al Bloque de Constitucionalidad como la reseñada en estas tres entregas, si bien el Tribunal Constitucional le propinó una estocada mortal al “plazo razonable”, no nos tiembla ni nos temblará la mano para anunciar desde la academia y los estrados judiciales está vulneración grotesca al plazo razonable y la necesidad de revivir su verdadero alcance y aplicabilidad favorable, pues muy a pesar de lo que la doctrina Constitucional local quiera interpretar, ese principio es parte integrante del debido proceso, cuya protección el Estado dominicano no solo se ha comprometido a respetar, sino también a garantizar.
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