El art. 480 del Código de Procedimiento Civil, modificado por el art. 1 de la Ley núm. 13 de 1913, consagra la revisión civil, vía extraordinaria de retractación de sentencias contradictorias o en defecto dictadas en última instancia o en primera y última instancia. Se inspira en el supuesto de que el juzgador incurre inconscientemente en uno de los vicios taxativamente previstos en la norma en mención.
La Primera Sala de la SCJ -al menos hasta marzo del 2021- entiende que ante ella la revisión civil es irrecibible, porque la cosa definitiva e irrevocablemente juzgada, carácter que en sede judicial se adquiere, entre otras maneras, cuando se rechaza el recurso de casación, es un medio de inadmisión. Además de volverle la espalda a un precedente del Tribunal Constitucional, como veremos más adelante, ese criterio obedece a una hermenéutica estática tanto del precepto en cita como del art. 44 de la Ley núm. 834 de 1978.
Lo explico: los motivos de revisión civil son, en puridad, violaciones a garantías del debido proceso. Se me dirá que desde el 2010, disponemos de la revisión constitucional para impugnar decisiones incursas en tales infracciones, y es así. Por mandato del art. 184 de la Carta Magna, si el Tribunal Constitucional desestimase cualquier vicio atribuido a una sentencia que constituya, a la vez, una causal de revisión civil, el proceso fenecería definitiva e irremediablemente.
Ahora bien, ¿qué sucedería si no se recurre en revisión constitucional? ¿No pudiera la corte de casación reexaminar su fallo si el hecho o circunstancia que torna írrita la cosa juzgada es obra suya? Durante décadas se creyó que el litisconsorte vencedor no podía ser perturbado en el goce de la situación declarada o reconocida en decisión firme. Sin embargo, bajo el imperio del Estado constitucional de derecho, la inmutabilidad de la res judicata dejó de ser absoluta.
Como sabemos, el derecho persigue la realización de valores superiores, por lo que si el instituto en comento no es la coronación de un juicio instruido y resuelto con apego a las garantías fundamentales, se concretaría cualquier cosa menos justicia, consagrada en el preámbulo de la Constitución como valor y principio supremo. Distinto a lo que algunos creen, la seguridad jurídica que dimana de la cosa juzgada no es excluyente ni transita por un carril preferente al de la justicia, razón por la que doctrina no acepta mansamente la rancia regla de que el factum sometido a debate no puede revisarse.
No sé quién fue el primero en hacerlo, pero hace un siglo que el formidable Giuseppe Chiovenda puso el dedo en la llaga al sostener que nada de irracional tiene la rescisión de sentencias ejecutoriadas, aduciendo como escolta esta verdad de a puño: la cosa juzgada no es absoluta. Algunos años más tarde, su coterráneo Piero Calamandrei fue más lejos al sostener que “Si la parte ha sido obstaculizada… en sus facultades de defensa, de modo que se haya encontrado en condiciones de inferioridad en el debate judicial, motivos de equidad obligan a concederle un medio restitutorio para invalidar la sentencia”.
Allá por el 1957, la Corte Suprema argentina dictó una sentencia de principio sobre el tema analizado, pero fue en 1971 que patentizó su jurisprudencia: “La cosa juzgada, como todas las instituciones legales, debe organizarse sobre bases compatibles con los derechos y garantías constitucionales. No a toda sentencia judicial puede reconocérsele fuerza de resolución inmutable, sino sólo a aquéllas que han sido precedidas de un proceso contradictorio en que el vencido haya tenido adecuada y sustancial oportunidad de audiencia y prueba. No puede invocarse el principio de inmutabilidad de la cosa juzgada cuando no ha existido un auténtico y verdadero proceso judicial”.
Más recientemente, en el caso Nadege Dorzema y otros vs. República Dominicana, la Corte IDH sostuvo que la res judicata “implica la intangibilidad de una sentencia sólo cuando se llega a ésta respetándose el debido proceso”. Como es fácil deducir a contrario sensu, si el cauce procesal es intrínsecamente defectuoso, la firmeza del decisum no pudiera ser muralla de inadmisión, como sostiene la Sala Civil de la SCJ, ya que además de ubicar la ley por encima del derecho, reniega del proceso como lo que es: un instrumento para alcanzar justicia, principio que ostenta el más elevado rango en el escalafón axiológico.
Con sobrado acierto, Juan Carlos Hitters entiende que “La temática debe resolverse en su justo medio: ni una cosa juzgada con toques de divinidad, de carácter infalible e indiscutible, ni una total posibilidad de revisión sin límites de tiempo ni motivos”. Ahora bien, ¿ante la corte de casación? Si el vicio o error de derecho es de su factura, claro que sí. En opinión de Ana María Arrarte, “… nadie mejor que el juez que conoció el proceso y que fue engañado para saber cómo y en qué circunstancias se produjo la irregularidad”. De hecho, nuestro legislador de principios de siglo instituyó la revisión como vía rescisoria de las sentencias dictadas por la mismísima Sala Penal de la SCJ, lo que de algún modo empezó a derribar la inalterabilidad de la cosa juzgada.
Es verdad que ese atributo está anclado al derecho de propiedad, cuya jerarquía plantearía un conflicto con la tutela judicial efectiva. No obstante, la tensión aquí sería artificiosa, debido a que el disfrute pacífico del primero está irremisiblemente condicionado a que se obtenga sin menoscabo de ningún otro derecho fundamental. En palabras de Adolfo E. Parry, “Solamente hay cosa juzgada cuando ha habido contienda promovida por la lesión de un derecho o de un interés legítimo, y la decisión a la cual la cosa juzgada se refiere ha sido dictada en virtud de procedimiento regular, con garantías de defensa, audiencia, prueba y alegación”.
Si bien es verdad que el repetido art. 44 contempla la cosa juzgada como fin de inadmisión, no menos cierto es que la Constitución, texto rector del ordenamiento jurídico, desdeña la incongruencia del decisorio, la indefensión y los demás supuestos tasados por el art. 480 del CPC. De ahí que lo aconsejable sea acompasar el indicado art. 44 al contexto jurídico y social imperante, o si se prefiere, interpretarlo dinámicamente, pero sobre todo, conforme al texto supremo.
Entonces, si la justicia es pieza imbricada a la seguridad jurídica, es obvio que tan pronto ella sufre una descompensación, ha lugar a retractar lo que ha sido materia de la decisión, salvo que el defecto formal o la mutación fáctica sobrevenida no sea sustancial y, consecuentemente, no produzca una patente iniquidad que escape de las causales recursivas.
Tengo claro que el referido art. 480 no menciona las sentencias de nuestro más alto tribunal judicial, pero eso no tampoco es óbice para cerrar la revisión civil. Dejaré nuevamente que sea Parry quien lo aclare: “La circunstancia de que ningún texto legal autorice expresamente la acción revocatoria no constituye impedimento para su admisibilidad. Para reconocer su procedencia basta con acudir a la vasta teoría que recuerda que ciertos principios generales del derecho no necesitan formulación expresa, porque son del derecho mismo; sin ellos no habría igualdad, ni seguridad ni justicia. La consagración del fraude es el desprestigio máximo y la negación del derecho”.
Asimismo, y como adelanté, el Tribunal Constitucional le indicó a la Primera Sala de la SCJ en su TC/0474/17, que puede apartarse de la literalidad preceptiva “… para admitir su competencia y conocer del recurso de revisión civil en casos en que esa corte verifica su propio error, abuso de poder o violación a derechos fundamentales”. Más claro no canta un gallo. Pese a ello, la alzada casacional se empeña en acoplar sus criterios al significado literal de los tantos anacronismos que menudean en nuestro ordenamiento, resistiéndose a conciliar lo legal con lo justo.
La revisión civil es el último bastión en sede judicial para apuntalar la justicia, principio cimero que, como expresé, se afianza en la medida que se aplica objetiva e imparcialmente el derecho –no de la ley- al hecho litigioso. Como enseña Juan Monroy Palacios, “… el propósito de este mecanismo es rescindir aquello que ha sido afectado por la comisión de un fraude procesal”. Siendo así, inadmitir la vía extraordinaria y residual en estudio ante el tribunal de cierre, responde a esa hermenéutica obsoleta del positivismo legalista decimonónico que tanto se presta para visar arbitrariedades e injusticias.
Recordemos que lo que prevalece no es la ley, sino el derecho, entronizado en el contenido de la cláusula del Estado social y democrático del art. 7 constitucional. Le cedo la palabra a María Fabiana Meglioli: “… si se obtiene una sentencia judicial fruto de un proceso viciado sustancialmente, resulta imposible considerar que en tal decisión exista aplicación del derecho, lo que lleva a inferir que el fallo será injusto, transgredirá el fundamento del estado de derecho”.
Sospecho que nuestra condición insular ha propiciado la regresividad con la que ciertos órganos jurisdiccionales interpretan el sistema normativo, y muy particularmente, derechos y garantías fundamentales. Penosamente, nos separan leguas y leguas de la progresividad con la que Colombia, Argentina, Perú, España y otros muchos países hacen lo propio. ¿De qué otra forma se explica que se entienda al pie de la letra el vetusto art. 44 de la Ley núm. 834 y, peor todavía, una antigualla como el art. 480 del CPC? Quiera Dios que no sea mucho el tiempo que discurra para que comprendamos que la trasnochada doctrina literalista, acremente censurada por el genial Riccardo Guastini, volatiliza la justicia.
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