En la pequeña comunidad de San José de los Palos, sus habitantes, unos 400, tenían meses que no se surtían de agua del pozo, debido a que estaba contaminada. No valían los ruegos de las familias al alcalde para que se ocupara de resolver la situación.
Mujeres y niños se desplazaban a buscar agua en un río que distaba unos tres kilómetros de la población, y para llegar al sitio tenían que desafiar peligrosas pendientes. Ante las protestas de los habitantes de San José de los Palos de armar un desorden si no arreglaban el pozo, el alcalde accedió a complacer la petición de los lugareños.
El alcalde, por temor al pueblo, compró unas latas de pintura y dos de sus empleados pintaron el pozo y la bomba que se utilizaba para extraer el preciado líquido. Los lugareños, al otro día, se sorprendieron por el embellecimiento del pozo, sirviéndose todos del agua, pero amanecieron con cólicos, fiebre y problemas intestinales. El alcalde fue víctima de los insultos de los comunitarios por pintar sólo el pozo y no resolver el problema del agua contaminada.
Así sucede con muchas personas, entre ellas, políticos de corta visión, que quieren resolver los problemas sociales y morales con medidas “revolucionarias” que sólo tocan lo externo y no lo interno de la sociedad, compuesta por hombres llenos de temores y deseos insatisfechos.
La revolución verdadera es la que se produce en el hombre desde adentro hacia afuera. Y todas las revoluciones que se ha querido hacer de afuera hacia adentro han fracasado. La revolución, que todos necesitamos, es la moral, la cual vino Jesucristo a establecer en este mundo, al revelar que: “Del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios y las blasfemias”, que son cosas que “contaminan al hombre”, (Mateo 15: 19, 20).
Dios le dijo al profeta Jeremías “engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá? Yo Jehová, que escudriño la mente, que pruebo el corazón, para dar a cada uno según su camino, según el fruto de sus obras”, (Jer. 17:9, 10).
Sólo Dios es el único que puede cambiar el corazón del hombre. “Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obras”.
Lo real es que sólo los hombres con corazones transformados por el poder de Dios, son los únicos que tienen la capacidad de iniciar una revolución moral, porque nadie puede dar lo que no tiene. Un corazón se transforma cuando el amor de Dios es derramado en el mismo, por el Espíritu Santo que nos fue dado (Romanos 5:5).
Cuando Dios transforma el corazón del hombre por el poder del Espíritu Santo, al creer y recibir a Cristo como su Señor y Salvador, comienza a dar frutos agradables que son amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, fe mansedumbre y templanza (Gálatas 5:22-23).
La verdadera revolución comienza con la manifestación de esos frutos, lo que producirá grandes cambios en la conducta de los hombres, que esperan ver una sociedad verdaderamente transformada.
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