Las palabrotas que se escuchan en la radio y la televisión, y las acusaciones y menciones peyorativas de personalidades de la vida pública y privada que sin justificación alguna son citadas con una frecuencia pasmosa, violando su derecho a la privacidad, desbordan todos los límites. Es para preocuparse. Asombra la aceptación que esta modalidad del periodismo tiene en la clase política. La búsqueda de ratings y el afán de figuración están dejando atrás la responsabilidad que el uso de un micrófono y un espacio televisivo exigen.
No trato de enjuiciar la labor de profesionales en el ámbito en el que con mediana capacidad me desenvuelvo. Lo que trato es de llamar la atención sobre un problema que atañe directamente al periodismo dominicano. La situación a la que me refiero terminará, algún día, de forma brusca, ya sea por una intervención gubernamental o con una especie de reclamo de honor. Cualquiera de ambas sería lastimosa y sentaría un precedente funesto, que luego los gobiernos emplearían cada vez que encuentren necesario acallar o mediatizar la labor de la prensa.
Los medios de comunicación deben fijarse por derecho propio las limitaciones que la ley, el buen sentido y el derecho a la buena reputación hacen obligatorias. Si dejamos esa decisión a la autoridad o a cualquier fuerza ajena a la prensa, estaríamos condenándola de antemano. La fijación de esos límites corresponde pues a los propios periodistas y comunicadores. Son éstos quienes deben establecer las líneas entre las cuales se debe realizar un ejercicio responsable, útil a la sociedad. Eludir esta responsabilidad pone en peligro el clima mismo en que se desenvuelve la prensa, por cuanto para nadie es un secreto que la intolerancia vocacional de la autoridad pública no precisa de muchas razones para hacerse sentir. Ejemplos que lo avalan sobran en estos tiempos.