Columna de Miguel Guerrero
Como en el resto de América Latina, las fallas del sistema de libre empresa no se derivan entre nosotros exclusivamente de la creciente y brutal injerencia estatal, por más que ésta haya entorpecido en el transcurso de los años su desarrollo y crecimiento. Los defectos de nuestro peculiar régimen de libre mercado se deben también, y en gran medida, al sector privado. Responden a los predominios de grupos, a los oligopolios y castas empresariales que han explotado hasta la saciedad el paternalismo estatal, invocando para su provecho la intervención del gobierno en la economía, a sabiendas de que muchas veces los privilegios trabajaban en contra del propio sistema y de las oportunidades de los demás.
La teoría de la capacidad instalada, señalada tantas veces como una razón de la poca funcionalidad o de la presunta existencia de libertad empresarial, ha sido esgrimida no siempre por el Estado, sino por grupos empresariales para evitar de esta forma la competencia o preservar irritantes concesiones. Y vale peguntar: ¿Cuándo esas concesiones se reflejaron en el mercado, ya sea mediante un mejoramiento de los precios y de la calidad de los productos o mediante un incremento de la oferta?
Es preocupante la tendencia a ver en toda denuncia de la especulación, el enriquecimiento rápido y desmesurado derivado de cierta actividad comercial o empresarial, una actitud contraria a la libre empresa. La verdad es que prácticas de esa naturaleza, regulares en nuestro medio, conspiran efectivamente contra un régimen de libre comercio. El error de concepción estriba en considerar la libre empresa sólo como la oportunidad para hacer negocios, y no como todo un conjunto estructural para estimular el desarrollo de la libre iniciativa individual, en condiciones de igualdad para todos los ciudadanos, y garantizar con ello el derecho de los consumidores.