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Las pruebas del COVID-19 de las que tanto se habla

Para la clase media y alta, la información en los medios y las redes es casi suficiente para prevenir, para los pobres no.

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Todos quisiéramos que hubiera muchas pruebas disponibles del COVID-19 para saber si estamos infectados o no. Lamentablemente, en ningún país hay pruebas suficientes para todo el mundo, ni siquiera para un segmento grande de la sociedad, y algunas pruebas son de baja calidad.

Pero aún si las hubiera, quien se la haga y salga negativo, mañana podría contagiarse; y si se pone en cuarentena después de saber que no está contagiado, cuando salga de la cuarentena podría también contagiarse. O sea, habría que hacerse pruebas regularmente para saber si uno está infectado o no en distintos momentos. Eso es imposible.

La mayor efectividad de las pruebas se produce al inicio de la pandemia, cuando aparecen los primeros casos y se utilizan para confirmar a los contagiados sintomáticos y determinar si las personas con contacto contrajeron el virus para aislarlos.

Pocos países lograron hacer muchas pruebas temprano para detectar contagiados y relacionados, e imponer cuarentena a todos. Por eso el virus se expandió. He ahí Europa y Estados Unidos, centros del mundo desarrollado, con muchos contagiados, muchos hospitalizados y muchos fallecidos.

Una vez el virus se expande, las pruebas sirven para sustentar la cantidad diaria de contagiados que anuncian las autoridades de todos los países.

Pero ojo: mucha gente se contagia y nunca se hace la prueba, ya sea porque fueron asintomáticos o porque los síntomas fueron leves. Por eso en todos los países hay un gran subregistro de infectados.

Esto significa que las pruebas, de las que tanto se habla, tienen una utilidad limitada. Su más efectivo uso debería ser preventivo, pero termina siendo de diagnóstico (para confirmar síntomas de quien contrajo el virus) y para dar las estadísticas oficiales de contagiados.

En la República Dominicana ya hay contagio comunitario, hay muchos casos detectados en varias provincias, y no hay posibilidad de encerrar comunidades enteras porque eso implicaría la militarización de muchas zonas del país, o el uso de tecnología invasiva de control de la circulación de la gente como en Corea del Sur (algo desconocido en el país).

En el contexto dominicano, donde prevalece una marcada diferenciación de clases sociales y hay mucha pobreza, las medidas de higiene, distanciamiento físico y confinamiento van a funcionar para la clase alta, media alta y segmentos de la clase media con mayor nivel educativo y viviendas más espaciosas. Así será con pruebas o sin pruebas.

Para el resto (la mayoría), que vive en espacios pequeños o en condiciones de hacinamiento, donde el hogar no es refugio de protección, hay que esperar que por algún evento casual el virus no se expanda, o, que, si se expande, la prevalencia de una población joven ayude a minimizar los efectos negativos.

El enfoque médico está diseñado para curar enfermedades, no para prevenirlas. Pero si no hay tratamientos de efectividad comprobada, como en el COVID-19, se va haciendo camino al andar.

En una pandemia, el enfoque social basado en la educación y la integración comunitaria a la acción, junto con la tecnología y la acción médica, las pruebas aplicadas inteligentemente en localidades específicas con brotes, lugares de aislamiento disponibles y la asistencia pública económica, deberían guiar la labor de prevención.

Hay tiempo para hacerlo mejor, pero hay que cambiar el modelo estrictamente médico al de salud comunitaria.

Para la clase media y alta, la información en los medios y las redes es casi suficiente para prevenir, para los pobres no.

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