La columna de Miguel Guerrero
Los conflictos han sido una constante en la historia de las relaciones entre los dos países que compartimos una misma y pequeña isla del Caribe. Sin embargo, las tensiones del presente no han sido ni las más intensas ni las más graves en el último siglo.
Hacen cincuenta años, un delicado incidente diplomático estuvo a punto de conducir a un enfrentamiento bélico, de consecuencias difíciles de calcular.
Ocurrió menos de dos días antes del golpe que derrocó la madrugada del 25 de septiembre de 1963 al presidente Juan Bosch.
Las tensiones entre los dos países venían acentuándose desde mayo de ese año fatídico. Pero la ocupación violenta de la embajada dominicana en Puerto Príncipe por fuerzas policiales haitianas, bajo el pretexto de que allí se daba refugio a un oficial de ese país acusado por el dictador Francois—Papa Doc—Duvalier, del fallido intento de asesinato contra sus hijos mientras se dirigían escoltados hacia el colegio, motivó una airada reacción del presidente Bosch y llevó las relaciones a un punto de congelación en la última semana de septiembre.
Bosch llegó incluso a ordenar una movilización militar e impartió órdenes, que no se cumplieron, a sus jefes de Estado mayor para que se atacara por aire al palacio presidencial haitiano.
Las tensiones alcanzaron el más alto nivel y Duvalier llevó el caso ante la asamblea general de la OEA, cuya intervención impidió que los dos gobiernos llevaran sus diferencias al campo de batalla.
Las relaciones entre ambos países han estado matizadas tradicionalmente por agravios que pesan con fuerza demoledora en la psique popular.
El recuerdo de la ocupación haitiana del territorio nacional de 1822 a 1844, y un siglo después la matanza de ilegales haitianos por fuerzas de la tiranía trujillista, interfiere todavía los vínculos bilaterales.
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