Entregar al gobierno la regulación de derechos es siempre un peligro, pero eso es lo toca en un sistema democrático republicano, donde los tres poderes tienen la encomienda de intervenir para poner el orden.
El Proyecto de Ley Orgánica de Libertad de Expresión y Medios Audiovisuales es, sin lugar a dudas, una iniciativa necesaria y urgente para la República Dominicana. En un ecosistema informativo tan dinámico, fragmentado y a menudo desbordado por la desinformación, el odio y la impunidad digital, establecer reglas claras, modernas y equilibradas es fundamental para proteger tanto la libertad de expresión como la calidad del debate público.
Durante años, la bandera de la libertad de expresión ha sido utilizada para encubrir todo tipo de excesos. Cobijados por este derecho esencial —que en sí mismo es sagrado— se han cometido auténticos libertinajes: campañas de difamación orquestadas, linchamientos digitales sin pruebas, discursos de odio normalizados, desinformación deliberada, destrucción de la credibilidad de periodistas y ataques sistemáticos a grupos vulnerables.
El surgimiento y proliferación de las plataformas digitales ha multiplicado el alcance de estos abusos, convirtiendo el espacio público digital en un terreno cada vez más hostil para la verdad, la convivencia y la democracia. Ese espacio se usado para, en nombre de la libertad de expresión, crear un libertinaje informativo y de opinión que requiere de regulación, nos guste o no.
El problema está en lo que pasa siempre, que pagan justos por pecadores. Citando libertad de expresión vemos como influencers, comunicadores y analistas han usurpado el espacio de los periodistas, que si bien no es exclusivo, debería ser respetado y no confundido con esos otros roles. No es porque los periodistas seamos la última Cola Cola del desierto. Y ahora les explico.
Ejercer la libertad de expresión, como todo derecho humano, es una libertad de requiere ser ejercida con un alto ingrediente de responsabilidad. Nadie puede, por ejemplo, en nombre de la libertad de culto, matar a otra persona porque no cree en su fe.
La libertad de expresión tampoco permite decir lo que uno entienda, pues el derecho de uno llega hasta donde comienza el del otro. Y ahí es que está la diferencia sustancial entre los periodistas y los otros roles usurpadores.
Los periodistas entendemos el poder que da un foro masivo y estamos adiestrados para ejercerlo con responsabilidad, para eso estudiamos carreras completas en la universidad, para ser responsables y entender la libertad de expresión no es absoluta. Eso no implica respaldar la censura, que es otra cosa. Confundir censura con ejercer la libertad de expresión con responsabilidad es un error.
Este proyecto de ley, que moderniza el marco jurídico para abarcar tanto medios tradicionales como plataformas digitales, da un paso necesario hacia la construcción de un ecosistema comunicacional más justo, transparente y responsable. Sin embargo, como todo, enfrenta dos desafíos fundamentales.
El primero es de implementación local. No basta con una ley bien escrita, si no se dota a las autoridades de las capacidades, herramientas y voluntad política para hacerla cumplir. Una ley sin dientes es apenas un poema de buenas intenciones. Si el Consejo de Libertad de Expresión y Medios Audiovisuales nace sin presupuesto, sin personal técnico ni independencia real, esta legislación correrá el mismo destino de muchas otras: letra muerta en el archivo del Congreso.
El segundo reto es la aplicación a plataformas internacionales que operan desde jurisdicciones extranjeras, muchas de las cuales se resisten a ser reguladas incluso en sus propios países de origen. Obligarles a rendir cuentas en República Dominicana requerirá no solo reformas legales, sino también coordinación internacional, presión diplomática y una ciudadanía empoderada.
Sabemos que habrá voces críticas. Algunas de ellas son legítimas: temen que se utilice la ley para censurar o intimidar, sobre todo cuando la responsabilidad de modificarla y aprobarla la tienen legisladores que se quejan constantemente de que los medios o los periodistas los fiscalizan demasiado.
Esa es una preocupación válida y debe ser atendida con transparencia, garantías claras y control ciudadano. Pero no nos engañemos: otros levantarán la bandera de la “libertad” solo para proteger su rancho económico o su pequeño feudo de poder político o social, construido muchas veces a fuerza de manipulación, impunidad y desinformación.
Por eso, defender esta ley no es defender el control arbitrario del Estado sobre la opinión, sino exigir una convivencia mediática más ética, más democrática y más responsable. No se trata de callar voces, sino de desenmascarar a quienes han hecho del ruido un negocio y de la mentira una estrategia de poder.
Si queremos una República Dominicana más informada, más justa y más respetuosa de la dignidad de todas las personas, necesitamos esta ley. Pero no una ley decorativa, sino una ley viva, con dientes, con justicia y con coraje.
Y, por encima de todo, vigilemos a los amigos congresistas, que de buenas intenciones está lleno el infierno, no sea que conviertan este ejercicio serio en lo que todos temen, un ejercicio vil de censura. Ojo al pillo.