Una de las más grandes conquistas democráticas de la humanidad lo constituye el control de constitucionalidad de las leyes, de toda la actividad jurídica pública y privada, y, por tanto, que la Carta Magna se erija como el texto normativo y muro de contención que “organice los principales poderes del Estado y garantice ciertos derechos básicos de los ciudadanos” (E. Bulying)
Pero incluso esta garantía constitucional debe contar con límites y contornos bien definidos, asunto sobre el que el jurista alemán Konrad Hesse nos explica que “Los límites jurídico-constitucionales de la justicia constitucional, en la medida que se trata de límites institucionales, se deducen fácilmente de la Ley Fundamental […] de las reglas relativas a la competencia del Tribunal Constitucional Federal, de las reglas procesales, principalmente de los requisitos de admisión de la demanda y de los propios legitimados para sustanciarla, y también de la organización del Tribunal”.
En días recientes fue dictada por el Tribunal Constitucional dominicano (en lo adelante “TCRD”) la sentencia TC/0113/21, precedente que, sin pretenderlo o abordarlo frontalmente, pone sobre el tapete el tema de los límites objetivos y competenciales del órgano especializado de justicia constitucional dominicano, pues con este fallo nuestro supremo intérprete constitucional “expandió” – apartándose del contenido original de la norma sustantiva y adjetiva que regula la materia – el objeto del control de constitucionalidad en la República Dominicana.
Para comprender a lo que nos referimos basta con dar lectura al numeral tercero del dispositivo de esta sentencia, donde decidió el TCRD, “ACOGER en cuanto al fondo la presente acción directa de inconstitucionalidad por omisión absoluta […] respecto de los artículos 203, 210 y 272 de la Constitución y, en consecuencia, DECLARAR la inconstitucionalidad por omisión legislativa en que ha incurrido el Congreso Nacional”.
Es decir que para el TCRD el objeto de la inconstitucionalidad fue la propia Constitución, y lo declarado no conforme con la norma sustantiva fue la actitud omisiva del legislador.
Contrario a esto, en su doctrina jurisprudencial el TCRD había sido enfático en empentar que solo los actos expresamente fijados en el art. 185 de la ley fundamental y 36 de la ley 137-11 eran pasibles de ser atacados mediante el control concentrado de constitucionalidad. Afirmando que “el objeto de la acción directa en inconstitucionalidad está orientado a garantizar la supremacía de la Constitución de la República respecto de otras normas estatales de carácter infraconstitucional…” y que “La acción directa en inconstitucionalidad, como proceso constitucional, está reservada para la impugnación de aquellos actos señalados en los artículos 185.1 de la Constitución de la República y 36 de la Ley Orgánica No. 137-11 (leyes, decretos, reglamentos, resoluciones y ordenanzas), es decir, aquellos actos estatales de carácter normativo y alcance general”. (Por todas, ver sentencias TC/0051/12 y TC/0379/20)
A lo que hay que añadir que, en cuanto al control de las omisiones legislativas, el propio TCRD había entendido que el control de constitucionalidad presupone y exige la existencia de un elemento material “leyes, decretos, resoluciones, ordenanzas” al explicar y hacer suyos los precedentes de la Corte Constitucional de Colombia en el sentido de que “La demanda de inconstitucionalidad por omisión legislativa relativa, impone al actor demostrar lo siguiente: (i) que exista una norma sobre la cual se predique necesariamente el cargo” (TC/0467/15)
Pese a todo lo anterior, con este rocambolesco giro jurisprudencial – sin un mandato constitucional o legal al efecto y cual si se tratara de un hibrido entre amparo de cumplimiento y acción directa de inconstitucionalidad (en lo adelante “ADI”) – el TCRD se auto atribuyó la potestad de impulsar el procedimiento legislativo de dictado de leyes – ya veremos en la posterioridad si también mediante la ADI controlará el dictado de decretos, reglamentos y resoluciones – adicionando a la ley sustantiva una prescripción normativa que el texto no contenía: un plazo de 2 años para el dictado de los textos legislativos inexistentes cuyo dictado se ordenó.
El voto de la magistrada Alba Beard Marcos respecto al repetido fallo resulta pedagógico e ilustrativo, pues con un análisis comparado, apoyada en grandes maestros del constitucionalismo moderno, de la teoría y filosofía del derecho, y con una quirúrgica precisión, pone en evidencia la desconstitucionalización en que incurrió el órgano justamente instaurado para fungir como centinela iusfundamental.
Para esta experimentada juzgadora, (i) “el objeto del control concentrado de constitucionalidad en el sistema de justicia constitucional dominicano […] recae inexorablemente sobre un texto normativo”, (ii) “en nuestro modelo de justicia constitucional no se ha configurado la omisión legislativa absoluta y por tanto escapa de la competencia de este TC”, y finalmente (iii) “este Tribunal Constitucional ha quebrantado la Constitución, el principio de Separación de Poderes y suplantado al constituyente pues ha excedido con creces sus facultades y atribuciones sustantivamente establecidas”.
Consideraciones que a todas luces resultan irrebatibles, pues como bien ilustra la magistrada Beard distinto sería que en el texto constitucional dominicano existiera una norma como la que podemos encontrar en la ley suprema del Ecuador, donde el constituyente facultó al juez constitucional para “Declarar la inconstitucionalidad en que incurran las instituciones del Estado o autoridades públicas que por omisión inobserven, en forma total o parcial, los mandatos contenidos en normas constitucionales, dentro del plazo establecido en la Constitución o en el plazo considerado razonable por la Corte Constitucional”. (Art. 436.10)
En lo que a las atribuciones y competencias del TCRD se refiere, no existe método o sistema interpretativo que permita derivar de nuestra carta suprema o de la ley orgánica de justicia y procedimientos constitucionales que nuestro TCRD puede controlar las omisiones legislativas absolutas – ni tampoco la constitucionalidad de la Constitución (sentencias TC/0352/18 y TC/0056/21) – sin incurrir en la invasión de las atribuciones propias del Poder Legislativo, del constituyente y sin subvertir el orden constitucional.
Y es que, como explicó y ahora contradice el supremo interprete constitucional dominicano cuando fue apoderado para juzgar la conformidad sustantiva de la propia Constitución – asunto que, mutatis mutandis, se asemeja al caso de la especie – “permitir que el Tribunal Constitucional o cualquier órgano del Estado modifique o anule alguna disposición de la Constitución sería usurpar el Poder Constituyente, atentar contra el orden constitucional y democrático, perpetrándose un golpe a la Constitución”.
Justamente esto fue lo que hizo el TCRD, pues sobrepasando los limites democráticos del mandato a este encomendado y suplantando al pueblo que opera a través del constituyente, adicionó a sus atribuciones constitucionales el controlar las omisiones legislativas absolutas, impulsar e iniciar el procedimiento legislativo que corresponde a nuestro Congreso, y por demás, fijó un plazo para el cumplimiento de las reservas legislativas atacadas, modificando implícita y explícitamente el texto constitucional.