Lo bueno y lo malo

Un presidente que goce de alta popularidad, en un contexto social con instituciones débiles y una oposición atascada en su propio lodo, tiene un lado bueno y otro malo, que desde mi subjetividad falible pretendo abordar en mi última columna de 2013.

¿Dónde se ubica el lado bueno? El elevado nivel de aceptación de un mandatario le permite –sobre todo si se sostiene por más de un año sin visos de desgaste- ejecutar reformas, introducir cambios y tomar decisiones polémicas, con frecuencia dolorosas, para mejorar su país.

En el proceso arriesga una cuota de popularidad, que al final será una inversión, pero siembra para el futuro la recordación positiva y, probablemente, su nación le extrañará cuando haya dejado el poder. Claro, este escenario sólo es posible cuando el gobernante piensa y actúa con visión de largo plazo.

La sabiduría bíblica nos dice que no debemos echar las perlas a los cerdos. Y es justamente lo que ocurriría si la popularidad sirve solamente para acumular poder, mirarse en el espejo de Narciso o capitalizar la clientela, quizás bajo la seducción continuista cantada por las sirenas que siempre rodean a los gobiernos.

¿Dónde se sitúa lo malo? La alta favorabilidad de un presidente también puede ser un manto muy oscuro bajo el cual se practican diabluras, violaciones a las leyes, autoritarismo y corrupción sin que la sociedad se aperciba o sin que alguien se anime a tocar teclas riesgosas.

En nombre de la popularidad del gobernante  un país puede ser saqueado a la luz del día, porque la alta aceptación también tiene la facultad de operar como anestasia social, que permite extraer hasta las vísceras sin dolor.

Como la percepción domina las coyunturas –y esta es de corto plazo o muy pasajera- la elevada aceptación de un mandatario podría, si no es bien administrada o aprovechada para el cambio, terminar en una profunda decepción. Y la decepción colectiva implica pagar un precio político a veces muy alto.