La columna de Miguel Guerrero
Necesitamos gobiernos menos interventores dispuestos a aceptar su carácter esencialmente normativo. Renunciando a la pretensión de controlar todo el cuerpo social y económico del país, podrían adquirir una mayor capacidad y eficiencia para cumplir con sus funciones reales.
Podrían dotar así al pueblo de los servicios que no han sido capaces de brindar en áreas tan sensibles e importantes como la educación, la salud, el transporte, la agricultura, entre otras.
Gobiernos menos poderosos de los que hemos sufrido, ayudarían a atenuar además las ambiciones políticas. Menos gente estaría dispuesta a buscar su plena realización en el sector público.
Y, naturalmente, descendería el número de patriotas y revolucionarios dispuestos a darlo todo por la nación y el bienestar colectivo de sus ciudadanos, lo que haría inmensamente feliz a buena parte de la población.
En las sociedades modernas y civilizadas, entre las cuales por supuesto figuramos, el progreso, la estabilidad y el futuro mismo, guardan estrecha relación con el número de estos patriotas en reserva. Se trata de una ecuación simple: a mayor progreso y tranquilidad menor número de éstos.
En el país hay demasiado controles. Algunos han sido alentados por sectores empresariales bien posicionados con el poder político, empeñados en preservar sus privilegios.
La modernidad de que tanto se habla es incompatible con esta realidad. No podemos referirnos a la existencia de un sistema de libre empresa que apenas existe.
Las deficiencias que usualmente los funcionarios le atribuyen al régimen de libertad empresarial son el fruto de las medidas gubernamentales que lo hacen inoperante.
El enorme poder de los gobiernos en nuestra vida económica y social, desde la fundación misma de la República, ha engendrado los factores que traban nuestro desarrollo democrático y económico.