Las conquistas, débiles todavía, en el marco político tras varias décadas de ensayo democrático superan las obtenidas en el plano de la distribución del ingreso. Y esto no debe ser motivo de orgullo porque estamos muy lejos de haber alcanzado un nivel de institucionalidad que garantice un total respeto de los derechos políticos y económicos de los ciudadanos.
Probablemente la caída de los mercados internacionales de los productos básicos de exportación y otros factores ajenos a la voluntad nacional, como el alza del petróleo, hayan entorpecido el avance hacia un equilibrio más o menos aceptable en la escala social. Pero tal vez por eso mismo se impone un esfuerzo que haga posible el ideal de reducir las enormes e inquietantes brechas sociales existentes que no hacen de nuestro país una sociedad justa desde el punto de vista de los valores que inspiraron la creación de la República.
Sin un mejoramiento de la distribución del ingreso será imposible aspirar a una paz duradera. El desempleo sigue siendo entre nosotros un mal endémico y a despecho del crecimiento de los indicadores económicos, la pobreza continúa en aumento, mientras el fenómeno de la concentración de recursos ensancha la brecha que alimenta el conflicto social que trae consigo descontento y agitación. Y mientras continuamos sin cambios en esa arcaica estructura social, la corrupción seguirá su lento pero seguro trabajo corrosivo, minando la confianza pública en los mecanismos e instrumentos de la democracia para resolver las graves dificultades que nos agobian.
La pobreza es el peor enemigo de la democracia cuando se revela incapaz de resolver los problemas básicos de la población y muy eficiente, en cambio, en promover la corrupción. Cerrar los ojos a tan penosa realidad sería un error a pagarse con muy altos intereses. Como ya está pasando en otros litorales muy cercanos.
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