Con mucha frecuencia y en todos los sectores de la sociedad dominicana se escucha el lamento sobre la pobreza, la incapacidad y falta de propuestas de los partidos dominicanos de oposición. En unos por interesada conveniencia, en otros por complicidad y también por ignorancia. Muchos porque quisieran otro resultado de la actividad política.
La frustración es tan extendida que los partidos figuran entre las instituciones públicas de menor credibilidad en el país, con aprobación fluctuante entre 15 y 20 por ciento en las encuestas nacionales de las firmas Gallup, Penn o Asisa, o en las internacionales como Barómetro de las Américas o Latinobarómetro.
En realidad la crisis de los partidos es hoy universal, incluyendo a los viejos templos políticos europeos, socialistas, socialdemócratas, democristiano, y comunistas, tan malparados que muchos creen que las ideologías desaparecieron para siempre, un craso error, demostrado por el resurgimiento de los nazi fascistas. La crisis de los dos grandes partidos norteamericanos no hay que demostrarla, que para eso está ahí Donald Trump.
Si eso ocurre en las naciones donde más de desarrolló la cultura democrática, con instituciones centenarias, mayor explicación en las incipientes del tercer mundo. El caso dominicano es de los que acumula mayores tropiezos históricos en la creación de la cultura democrática, por el arraigo de la imposición, el exterminio, la exclusión y el caudillismo como forma de dominación política, desde la brutal colonización y el régimen esclavista, al reparto de la isla y el reinado de piratas, corsarios y filibusteros.
En ninguna otra nación latinoamericana los fundadores quedaron tan inmediatamente excluidos, aislados, exiliados y hasta fusilados, como en esta, y la dominación prolongada y sistemática, al margen de todo derecho, apenas ha dado treguas signadas por la anarquía derivada de la falta de cultura democrática y participativa.
El actual dominio de todas las instituciones del Estado, con los poderes legislativo, judicial y municipal, con los organismos de control, incluyendo una alta proporción de los medios de comunicación, de las organizaciones sociales de todo género, en especial las sindicales, es la nueva forma de expresión de la gobernanza antidemocrática. Parece la «dictadura con apoyo popular» que una vez postuló erráticamente el profesor Juan Bosch, pero sin las virtudes que él propugnaba en la actividad política.
Ello ha sido posible por el auto debilitamiento de los partidos que debieron encarnar la alternativa, por su incapacidad para la renovación, además de la crisis de propuestas ideológicas y programáticas. Pero también por el uso y abuso público del Estado para corromper y pervertir el liderazgo y destruir las posibilidades de alternativa, además de la manipulación de los órganos electorales y judiciales en manos de dirigentes partidistas.
Claro que no todos los partidos son exactamente iguales, y que incluso los hay donde predomina un discurso más democrático, con visión y propuestas. Pero son tan pobres de recursos y medios de comunicación que no pueden competir con los dominantes.
Todos debemos reconocer que la corrupción y la cooptación no es sólo del liderazgo político, sino que abarca fuertes estamentos del sindical, profesional, académico, empresarial, comunicacional, comunitario y hasta religioso. Si las debilidades fueran sólo de los partidos, hace tiempo que la sociedad los hubiese sustituido.
Como no hay posibilidad de democracia sin partidos, hay urgencia de salir al rescate de la política. Para ello hay que comprender los procesos sociales y hacer conciencia de que la disolución de los partidos afianza la dominación y conduce a crisis sistémicas que la experiencia reciente ha demostrado que resultan remedios tan malos como la enfermedad.
Hay que abandonar el discursito de «los pobres partidos opositores» o alternativos. Son pobres todos, aunque los que están en el poder han acumulado una enorme riqueza a costa de toda la sociedad para afianzar la dominación comprando todo lo posible, y con gran indulgencia social. Ellos son los que merecen mayor atención y desaprobación.