La destitución en Paraguay del presidente Fernando Lugo es un nuevo revés para la democracia en el continente, amenazada por el empuje de corrientes políticas que buscan vulnerar el poder popular libremente expresado en las urnas.
En efecto, se trata de un golpe de estado disfrazado de mecanismo institucional y ejercido por un supradoder congresional que ha desconocido la voluntad del pueblo paraguayo.
Independientemente de los errores y del mal desempeño que haya tenido Lugo en la presidencia, nada justifica que se haya destituido a un jefe de Estado que llegó al poder a través del voto popular.
Próximo a completar su mandato constitucional, Lugo había defraudado las expectativas que despertó en la población, que le confió las riendas del Ejecutivo cautivada por sus promesas de grandes cambios sociales, principalmente en el régimen de la tendencia de la tierra.
La realidad es que esta asonada, incruenta pero que malogra la democracia paraguaya y la expone al descredito en la comunidad de naciones latinoamericanas y ante el mundo, fue orquestada por la lucha de intereses que se mueven detrás del Partido Colorado.
De ahí la rápida condena de parte de países amigos que son amantes de la libertad y garantes del ejercicio verdaderamente democrático, lo que expone al Paraguay a un aislacionismo político y económico de impredecibles consecuencias.
Para solo citar un caso, la decisión del presidente venezolano Hugo Chávez, de cortar los suministros de petróleo, plantea serias dificultades al vicepresidente Federico Franco, un disidente y duro crítico del gobierno de Lugo y quien no podrá librarse el calificativo de golpista al encabezar un régimen ilegítimo.
Transcurrieron más de cuatro años y Lugo nunca pudo poner en práctica sus proclamados ideales de la redistribución de la tierra, que ha sido por largas décadas uno de los anhelos más sentidos de amplios segmentos de sectores más pobres del Paraguay.
Los seguidores de Lugo estiman que sus enemigos eran demasiados poderosos para que el pudiera llevar adelante una tarea tan difícil, entre otras cosas, porque el sistema judicial, la cámara de Diputados y los grandes medios de comunicación sirven a los intereses de una pequeña oligarquía.
La caída de Lugo vino a remedar, de forma penosa, el golpe de estado que depuso en el 2009 al presidente de Ecuador, José Manuel «Mel» Zelaya Rosales, quien fue expulsado de su país, tras lo cual realizó un periplo por el hemisferio con el apoyo de la OEA para condenar el golpe, sin que se lograra su reinstalación en el poder.
Es obvio, pues, que estamos en presencia de serios peligros y desafíos en América Latina, lo que requiere enfrentar a los grupos de poder que, amparados en instancias seudolegales, pretenden desconocer la esencia de la democracia y del poder popular.
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