El lawfare (guerra judicial) implica combates jurídicos al margen de las garantías constitucionales del debido proceso. Según el Observatorio de Lawfare del CELAG, “es una guerra política por la vía judicial-mediática, con intereses económicos, políticos y geopolíticos ocultos a la opinión pública”. La intención en el trasfondo no es otra que la de inhabilitar a adversarios políticos, criminalizándolos, a través de la manipulación de la justicia. Una señal inequívoca de este designio politiquero se divisa ante la persecución selectiva de un cierto grupo, mientras que otra de sus alertas se dispara al constatar un empeño exasperado por mediatizar las investigaciones, dejando a un lado principios y derechos fundamentales.
En ocasiones, este fin podrá camuflarse en un proceso con aparente legalidad, “pero basta con asomarse apenas un poco, para comenzar a detectar las irregularidades e injusticias” (Objetivo: Cristina. El lawfare contra la democracia). Antes de seguir adelante, debemos poner en claro que el presente análisis no busca en modo alguno justificar actos de peculado ni fomentar la impunidad. Lo que anima al autor es hacer frente a la problemática de seguir reduciendo las garantías judiciales a simples enunciados vacíos de contenido, hecho este que propicia juicios penales solo de apariencias, apartados del derecho, o parafraseando al Papa Francisco, “desenmascarar una justicia que no es justa”.
Entre las prácticas habituales del fenómeno en estudio predominan los fusilamientos mediáticos, impulsados por el Estado mediante la filtración y difusión de información inculpatoria, la condena anticipada o prisión preventiva como única norma y regla para investigar, y la premiación de algunos delincuentes confesos o víctimas potenciales de tortura a cambio de sus testimonios forzados. Este exterminio mediático, jurídico, y político de los opositores no es al azar. En “¡Bienvenidos al lawfare!”, el eminente doctrinario argentino Raúl Zaffaroni revela los pasos a seguir. Para empezar, se esparce el rumor de un hecho ligado a corrupción, cuya dimensión tiende a ser magnificada por medios de comunicación afines al orquestador.
Con ese golpe de efecto publicitario se aspira desacreditar la imagen pública de la víctima, o si se prefiere, del adversario político en la mira del lawfare. Partiendo de esa denuncia generalizada, queda tendido el puente para formalizar, en tiempo récord, la investigación. Así las cosas, acto seguido se obtienen autorizaciones jurisdiccionales de interceptación de la comunicación privada, allanamientos y, por supuesto, arrestos sin importar que no se verifiquen los presupuestos legales habilitantes.
De esta manera, se dan los pretextos para la privación de libertad anticipada, solicitada e impuesta, paradójicamente, para facilitarle la investigación a una parte del proceso. Y es bajo esta amenaza de encarcelamiento que florecen los supuestos arrepentidos, quienes, a su vez, son beneficiados procesalmente con base a la sola voluntad del órgano acusador, esto es, sin sustento normativo que la ampare a favorecer a coautores que han incurrido en actos igualmente dolosos que los imputados. El boceto se corona con la elección de un juzgador propenso a la causa, cuya eventual decisión no estaría alejada del juicio inculpatorio consolidado ante la opinión pública.
Práctica nacional
El caso dominicano no es la excepción. En el marco de la guerra jurídica contra los gobiernos peledeístas de 2012 a 2020, el acto político de “llamado a las armas” tuvo lugar en agosto de 2020, con las designaciones de las procuradoras Mirian Germán y Yeni Berenice como titulares del órgano persecutor. En ambos casos, si bien cuentan con suficientes méritos y trayectoria en lo personal y profesional, debemos puntualizar que también fueron objeto de tratos inexcusables por parte de algunos de sus actuales investigados. Este cambio inauguraba “la doble vía”, posibilitando una quizás ambicionada retaliación. Y en lo que concierne al principal ejecutivo, es probable que haya hecho acopio al proverbio árabe que reza así: “El enemigo de mi enemigo es mi amigo”.
Y es que no se espera de quien fue agraviado sea precisamente ejemplo de objetividad frente a quienes hicieron las veces de martillo. Desde luego, el presidente Luis Abinader cumplió con su promesa de posicionar en el Ministrio Público personas dotadas de una cierta independencia, a quienes les ha correspondido desde agosto del 2020 cumplir con la Constitución y la ley. Dicha declaración de guerra fue complementada vía las redes sociales que presagiaban el fin de la impunidad, a tal punto que se hicieron tendencia expresiones como “los queremos presos” y “duerman con ropa”, las cuales, objetivamente, acuñan propósitos en contravía a una administración imparcial de justicia.
Un segundo acto oficial que reafirma este combate se materializó en octubre de 2020, ante la solicitud pública de renuncia a los titulares de la Cámara de Cuentas. Acto seguido, con la autoridad que entraña ese requerimiento en un sistema hiperpresidencialista, no pasaron tres meses para que el Ministerio Público produjera su más grave injerencia en un órgano extrapoder, denominando su osadía como “caso Caracol”. Sin embargo, han transcurrido alrededor de tres años de su tristemente célebre allanamiento sin que la fracturada autonomía del órgano allanado haya conducido absolutamente a nada. En efecto, pese a que esa medida recibió el visado judicial, todavía se desconocen las razones objetivas y verificables que motivaron a los fiscales a solicitarla. En vez de eso, lo que sí resulta hoy evidente fue el desproporcionado afán de golpear sin mesura la institucionalidad, sin que nadie ignore que en la actualidad la Cámara de Cuentas haya sido un sello pretintado de la voluntad del Ministerio Público y, peor aún, que esté sumida en una grave crisis de legitimidad.
Penosamente, en este caso y sin que mediara proceso alguno, las autoridades tacharon a sus antagonistas de maquillar auditorias y de incurrir en obstrucción de justicia. Estas contribuciones al discurso ofensivo y acusatorio generadas desde el Estado, propiciaron una polarización insensata que acabó fomentando el odio hacia una misma clase.
Marketing judicial
Una de las características atípicas del lawfare dominicano es su pericia en marketing judicial. En contraste con autoridades extranjeras, que exhiben un rol menos directo en la comunicación, las locales se esfuerzan por hacerse cargo de su propio ejercicio propagandístico. De ahí, se puede apreciar en sus actuaciones una intención más noticiosa que jurídica. Es irrebatible el hecho de que la sociedad tiene derecho a estar informada sobre asuntos de interés público, pero el límite constitucional a dicha actividad queda sujeto al respeto de la intimidad y la dignidad de las personas. Tal restricción es aún mayor para las autoridades.
En nuestro caso, al espectáculo de mediatización excesiva concurren como estelares la Cámara de Cuentas, la Contraloría General y, con un papel preponderante, el Ministerio Público. Todas aportan una narrativa trazada para la anulación de los imputados, todos los cuales comparten como rasgo distintivo ser opuestos al régimen actual. El Ministerio Público arranca titulando la investigación de forma cautivadora. El nombre y parte visual deben hacer juego. De manera especial, la supuesta corrupción peledeísta de 2012-2020 se articuló bajo un mismo patrón temático consistente en animales marinos: Pulpo, Coral, Medusa, Caracol y Calamar. De este modo, se implantaba en la percepción general que una problemática mundial y sistémica, como la corrupción, era exclusiva de esos políticos.
Inclusive, quedó tan bien configurado que no vacilaron en interrumpir la estrategia cuando se trató de un caso vinculado a la gestión actual (2020-2024), que bautizaron como Operación 13. Otras denominaciones empleadas han sido Larva, Cattleya, Gavilán y, más recientemente, Búho. A diferencia de lo que inquieta a muchos sobre la puesta en riesgo de su independencia, comprendemos que el Ministerio Público ni lo es ni está obligado a serlo. Más bien, al igual que a los medios, se le debe exigir que cumplan su rol siendo objetivos. El ejercicio de infamar a investigados ha llegado al punto de que, mediante resolución judicial, se le ordenó al órgano acusador que adecente sus etiquetas y calificativos denigrantes, puntualizándose que no es tarea de las autoridades violentar caprichosamente la dignidad de las personas (Resol. del 6 de febrero de 2023, caso Pulpo).
No obstante, le hizo caso omiso a la decisión judicial y ha continuado con su mala práctica, bautizando Calamar su más reciente investigación. Por supuesto que preocupa que sea la autoridad la que exteriorice y promueva la rotulación de personas como animales, evidenciando un desequilibrio o trato diferenciador de los otros frente a los que pertenecen a su propio literal político que, sea dicho de paso, se trata de personeros desprovistos de relevancia partidaria y social. A seguidas, para branding judicial o posicionamiento buscado, son necesarias cifras escandalosas y acusaciones imprecisas. Poco importará que la cantidad “robada” coincida con el presupuesto asignado a la institución, en vista de que lo importante es fijar en la psiquis colectiva que se trató de un desfalco de proporciones hiperbólicas.
Efectivamente, todos hemos sido testigos de que se ha llamado la atención aludiendo sumas extraordinarias. Para muestras, ofrecemos estos botones: USD 92 millones en sobornos de Odebrecht-RD; 5,000 millones de pesos en desfalco Los Tres Brazos; pérdidas de 500 millones de pesos en el fraude 13 de la Lotería Nacional. Y todavía en debate judicial las operaciones Anti-Pulpo, que exceden 4,000 millones de pesos, Coral y Coral 5G superando los 4,500 millones, más de 6,000 millones en Medusa y, por último, Calamar con 19,000 millones. En adición, otro caso que anuncia montos por encima de los 64,000 millones responde al de las “Visitas Sorpresas”, expediente que podría asistirse de la “teoría del dominio del hecho”, utilizada en la región latinoamericana para vincular indirectamente a expresidentes en las causas penales que son responsabilidad de otros.
A pesar de ello, el error de los opinadores está en la repetición alegre de esas cifras, máxime cuando se ignora si el afectado pudo o no defenderse, lo que se dificulta ante el hermetismo injustificado que entrañan esos procesos. Lo anterior suele publicitarse con fuertes expresiones inculpatorias para generar en la ciudadanía una desaprobación inmediata. Por ello, se valen de tipos penales sonoros sin que importe en lo más mínimo que no se tipifiquen: desfalco y robo marcan un ejercicio antiético y deshonesto en la función pública, a los que les siguen la asociación de malhechores, coalición de funcionarios, prevaricación, estafa contra el Estado, falsificación, financiamiento ilícito de campaña política, enriquecimiento ilícito y lavado de activos. Tampoco faltará el argumento falaz de que lo robado bien hubiese servido para paliar la hambruna, mejorar la educación y la salud de todos los dominicanos.
Llegados a esta parte, prosperan los actos de humillación pública: allanamientos y arrestos excesivos, nocturnos y con violencia. Para sumar al escenario denigrante, se les coloca una indumentaria idónea para teatralizar su peligrosidad: los cascos protectores y chalecos antibalas. Mientras que para otros delitos graves como la trata de personas y narcotráfico, sus usos no sean imperiosos (casos Cattleya/ Larva). Resulta burlesco que tanta seguridad aplique para expedientes de supuesta corrupción administrativa, con el fin último de obtener la emblemática fotografía del presidiario.
La amenaza que representan estos posibles ofensores de infracciones administrativas e ilícitos penales vinculados a corrupción, a su vez precisa del gasto público de los servicios de múltiples agentes de la Unidad de Traslado de Alto Riesgo (UTAR), creada para el movimiento de los más peligrosos criminales. Todo ello obedece a una meta: repercutir en los juicios paralelos, ya que esto “podría influir en la voluntad y opinión de los jueces”. (Corte Constitucional colombiana. Sentencia SU141/20). En conclusión, las consecuencias inevitables de esta instrumentalización de la justicia representan una degradación intencional de los derechos fundamentales, al igual que agudizan la falta de confianza en todo el sistema de justicia.
En particular, sufren desproporcionalmente las garantías al juicio justo, presunción de inocencia, defensa, dignidad humana, intimidad y honor. Y es que, al cercenarle autoridad a estas reglas y principios, el texto sustantivo queda reducido a lo que Ferdinand Lasalle llegó a decir: simple pedazo de papel. Empero, oportuno es recordar lo que sentenció el Tribunal Constitucional peruano: “Los derechos sin su garantía no son sino afirmaciones programáticas, desprovistas de valor normativo” (STC 1230-2002-HC/TC).
Agotada la agenda en cuanto al nombre, sumas extravagantes e imputaciones genéricas, ¿qué faltaría? Pues seleccionar los hechos a filtrar y los medios adecuados para su difusión. A posteriori, el mecanismo es conocido: más mediatización de la investigación, el recurrente abuso de la prisión preventiva impuesta y mantenida a cambio de promesas de ascenso a los jueces dóciles y hermanados en la más oscura penumbra al Ministerio Público, y la premiación económico-procesal a los delatores preferidos, cuestiones estas que ya han merecido importantes exposiciones por nuestra comunidad jurídica. Quizás nos animemos a una segunda parte, pues la tela del tema abordado sobra para seguir cortando.