Romelia y Andrea eran cada mañana las doñas más esperadas por los inquietos estudiantes de la Escuela Primaria Hernando Gorjón del Pedernales de final de los años sesenta y principio de los setenta del siglo XX.
En el sitio jamás brotaba la calma mientras no llegaran las viejas a la enramada construida en el patio a prender el fogón para colocar dos pailas gigantes muy tiznadas por el exceso de hollín que botaban los trozos de leña mala que se colaban a veces.
Ellas hacían candela con astillas de cuaba o kerosene o con jícaras de coco. Solo cuando la muchachada olfateaba el humo que inundaba el entorno, a las aulas retornaba la concentración y la esperanza. Repugnante pero lo olían bien porque era costumbre llevar, además del cuaderno y el lápiz, un plato de aluminio bien lustroso con su respectiva cuchara en una fundita (bolsa), para que a media mañana le echaran la “comía de la escuela”.
Nada más exquisito que la “marifinga” (harina con dulce) y el “cafunyí” (trigo con o sin pica-pica) que cocinaban las dos viejas del pueblo. Y luego, “para bajarla bien”, un vaso de agua o de jugo de limón o un “guayao” (frío-frío).
Para llegar hasta la meta (lugar donde esperaban las doñas con sus respectivos cucharones frente a los calderos humeantes), las filas eran obligatorias, aunque siempre algo alborotadas por la ansiedad; muy diferente al orden y la solemnidad que debía primar a la hora de entrada a clase, frente a la bandera, cuando todos los cursos cantaban el Himno Nacional y uno que otro canto a la escuela o a los Padres de la Patria.
Profesores y profesoras colaboraban en la faena; padres y madres del estudiantado eran más preactivos. Los niveles de interacción entre ellos eran buenos. El chisme y los intereses particulares carecían de cupos en este avatar.
Mi memoria no registra pugnas por intereses económicos, quizás porque el trigo y la harina eran donados. Tampoco recuerda intoxicaciones alimentarias colectivas. No vi nunca en el hospital “Elio Fiallo” a un paquete de muchachos con sueros puestos para evitarles la deshidratación por vómitos y diarrea atribuibles a ingesta de “marifinga” y “cafunyí”.
Pese a ello, ni por asomo sugiero al Gobierno que vuelva a aquellos apetecidos platos, pues la población impactada en el presente coquetea con los 3 millones. Pero mirar al pasado tal vez le convenga en medio del relajo que se ha convertido el desayuno escolar.
La descentralización de este servicio estratégico podría ser una solución rápida al círculo vicioso de las intoxicaciones intencionales o no. Debería probar empoderando a cada comunidad donde haya escuelas. Si cada cual administrara sus recursos, construiría la cocina según los parámetros establecidos, cocinaría los productos locales, adiestraría al personal en manejo de alimentos y, de paso, activaría el comercio. Y si ocurrieran casos de intoxicación serían focalizados y sus causas determinadas con rapidez.
No veo otra salida beneficiosa para los escolares. Para el Estado. Porque 17 millones de pesos por día es una tentación demasiado grande. Cerca de 3 mil millones de pesos al año de “molongos” dominicanos por año le sacan la baba a cualquiera. Por eso no me sorprende la guerrita sucia que activan empresarios, funcionarios, gremialistas y politiqueros oportunistas. Sí me sorprende que con tanto dinero no haya ni cocinas ni medios de transporte, ni depósitos para preservación ni manipulación profesional in-situ.
Para quien sabe cocinar siquiera un grano de blanco o salcochar un guineo verde, esto es una verdadera chapuza, una burla a los sin voz y un gran robo al erario que urge medidas extremas por parte del Gobierno.
tonypedernales@yahoo.com.ar