Hace unos días en una carretera de Nueva Inglaterra tuve la suerte de ver un halcón que volaba majestuosamente como dueño y señor de su pedazo de cielo. Mi hijo menor conducía y rió recordando que una vez contaba a un amigo mío, desenfadadamente gay, que a su papá le encantan los pájaros. La picara risa del amigo provocó una rápida aclaración: “las aves, con plumas y pico, las que vuelan de verdad”. He confesado antes mi fascinación por la observación de aves. Como hijo de cazador, desde niño disfrutaba identificando a los pájaros por su canto o su vuelo. Otro amigo dudó de mí cuando relaté hace unas semanas, en Santo Domingo, que vi un águila marina, en inglés “osprey” y en el Caribe llamada güincho, al parecer extraviada, volando a baja altura sobre la Plaza de la Bandera mientras un feroz petigre, pequeño pero rabiosamente territorial, lo incordiaba dándole picotazos. El David emplumado ganó el pleito. Un marino de Cape Cod me dijo que aquí también esas aves marinas vuelan tierra adentro ante el mal tiempo. La naturaleza ofrece tantos símiles o metáforas de realidades humanas que a veces se dificulta ignorar esas gratuitas y simbólicas lecciones. (Como siempre, algunos dirán ahorita que hablo otra vez sobre política… uff!).
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