Este año se cumplen tres décadas de la reforma constitucional de 1994, la cual introdujo, entre otras, dos importantes reformas: una, la doble vuelta electoral en caso de que ningún candidato presidencial obtenga, al menos, la mitad más uno de los votos emitidos; y dos, la separación de las elecciones presidenciales de las congresuales y municipales. La primera de estas dos reformas se ha mantenido intacta, mientras que la segunda se modificó en la Constitución de 2010 al unificarse las elecciones presidenciales y congresuales, manteniendo separadas las elecciones municipales con tres meses entre unas y otras, pero dicha modificación comenzó a implementarse diez años después, en las elecciones de 2020, pues en el 2016 se celebraron, por disposición transitoria, las tres elecciones -presidenciales, congresuales y municipales- de manera simultánea.
En estos treinta años, el electorado dominicano se ha decantado por, primero, elegir al presidente de la República en primera vuelta, con excepción de la primera vez que se implementó la doble vuelta electoral en 1996 cuando Leonel Fernández le ganó las elecciones a José Francisco Peña Gómez en segunda vuelta tras haber recibido el respaldo del entonces presidente Joaquín Balaguer. Y segundo, otorgarle una mayoría congresual al partido que gana la presidencia, con excepción de la primera elección congresual con el nuevo modelo, ya que el Partido Revolucionario Dominicano (PRD) ganó las elecciones congresuales en 1998 en medio de un auge de simpatía tras el fallecimiento de su líder Peña Gómez poco tiempo antes del día de la votación. En las siguientes elecciones congresuales (2002), el electorado le dio mayoría al partido de gobierno (PRD) que encabezaba Hipólito Mejía, así como le dio mayoría al Partido de la Liberación Dominicana (PLD) en las siguientes elecciones congresuales (2006), momento en que la presidencia la ocupaba de nuevo Leonel Fernández. Este patrón de comportamiento electoral se ha mantenido hasta el presente.
Tiempo atrás había voces en la sociedad civil, los medios de comunicación y en los partidos de oposición que criticaban esta distribución del poder por entender que socavaba el principio de división de poderes y la democracia misma. Esas críticas ya no se escuchan en el debate nacional desde que hubo un cambio en el partido gobernante a partir de 2020, pero es bueno que sea así pues esto permite tener una mejor perspectiva sobre la importancia de que, en un régimen presidencial, el partido de gobierno cuente con una mayoría congresual que sirva de sustento a la gobernabilidad. De hecho, uno de los problemas político-institucionales más serios que han tenido múltiples países latinoamericanos en las últimas décadas ha sido el hecho de que los presidentes no han contado con mayorías legislativas, lo cual ha dado lugar desde el autogolpe de Estado de Alberto Fujimori en Perú para lograr un realineamiento de las fuerzas políticas hasta gobiernos débiles e inoperantes en muchos países como resultado del obstruccionismo legislativo a las iniciativas presidenciales. En países como Chile y Argentina, por ejemplo, con presidentes ideológicamente opuestos, estos tienen en común que han enfrentado serias dificultades para sacar adelante sus agendas legislativas.
La ingobernabilidad que se ha producido en tantos países de América Latina como resultado de los agudos conflictos entre el Poder Ejecutivo, controlado por un partido, y el Poder Legislativo, controlado por otros partidos, dio lugar a que una buena parte de la literatura sobre política latinoamericana en los años noventa y primera década de este siglo planteara la necesidad de una sustitución del régimen presidencial por el régimen parlamentario, con el argumento de que en este último la autoridad ejecutiva (primer ministro) deriva su legitimidad de la mayoría parlamentaria, lo que evitaría los eternos conflictos entre los dos poderes del Estado. Este cambio de régimen no se produjo en ningún país, pero en algunos, como Perú y Ecuador principalmente, se adoptaron algunas figuras del régimen parlamentario y la insertaron en el régimen presidencial, una combinación que ha probado ser fatal para la gobernabilidad.
En la República Dominicana nos hemos salvado de esa conflictividad entre poderes del Estado, fuente de inestabilidad e ingobernabilidad, dado el hecho de que el electorado en las últimas décadas le ha dado el control del Poder Ejecutivo y del Poder Legislativo a un mismo partido, ya sea el PRD, el PLD y ahora al Partido Revolucionario Moderno (PRM). Sin duda, hay quejas válidas de que el Congreso Nacional no desempeña eficazmente su papel de contrapeso del Poder Ejecutivo, pero esto se debe más bien a una falta de cumplimiento con normas constitucionales por parte de los legisladores, lo cual podrían hacer sin necesidad de llegar al extremo de crear problemas de gobernabilidad.
El PRM tendrá, a partir del 16 de agosto de este año, una super mayoría legislativa pocas veces vista en la historia reciente, ya que no sólo contará con 29 de 32 senadores, sino también con más de las dos terceras partes de los miembros de la Cámara de Diputados. Esta posición tan dominante le da mucha ventaja al gobierno y al PRM, pero también tiene sus riesgos, pues los partidos de oposición tendrán muy pocos incentivos para apoyar las reformas, de cualquier tipo, que el Gobierno emprenda.
Puede decirse, entonces, que la super mayoría del PRM en las cámaras legislativas, además de controlar el Poder Ejecutivo, reafirma una característica del sistema político dominicano de las últimas décadas, esto es, colaboración entre el Poder Ejecutivo y Poder Legislativo, lo que contribuye a la deseada estabilidad política y a la gobernabilidad. A la vez, sin embargo, este tipo de control tan excesivo del poder político por parte del PRM coloca a este partido en la desafiante posición de tener que asumir prácticamente solo la tarea de enfrentar problemas críticos que requieren decisiones difíciles -reforma fiscal, manejo de la deuda pública, cambios en el sector energético, reforma laboral, entre otros-, sin poder ya culpar a los gobiernos anteriores o invocar el poco tiempo al frente de la cosa pública, lo cual pudo ser un discurso efectivo en un primer período, pero no así en un segundo mandato con el poder tan amplio que el electorado le ha otorgado.
En todo caso, hay que esperar a ver cómo se configuran las situaciones políticas en un contexto caracterizado por un partido político sin contrapeso en la estructura de poder, una oposición muy debilitada y una sociedad civil en gran parte absorbida en las instituciones del Estado y sin el activismo de otros tiempos. Es un nuevo escenario en la política nacional que plantea oportunidades y riesgos en lo que respecta tanto a la consolidación de la gobernabilidad como a la preservación de un sistema de partidos políticos competitivo que siga siendo soporte fundamental de la democracia dominicana.