Una celda-móvil (perrera) estaba emplazada en posición estratégica una noche de 1999 en el Barrio Obrero de San Juan, Puerto Rico, lugar de esparcimiento de muchos dominicanos inmigrantes. Las puertas traseras, abiertas de par en par, y un rumor circulando de boca en boca: “Es la Migra, hay redada esta noche”.
Las autoridades de Migración de la capital boricua estaban preparadas para otra de sus rutinas: tirar a los ilegales como cerdos para matadero en la cama de una vagoneta, sin pensar en derechos humanos.
En la víspera, en el aeropuerto Luís Muñoz Marín, me habían sacado de la fila de inspección y me habían llevado a un salón donde solo pernoctaban extranjeros. Tras una hora de espera e insistentes reclamos, apareció un oficial con aire de domador. Con voz seca que no escondía el cantadito puertorriqueño, ordenó: “Párese, arremánguese, dígame si tiene tatuajes…” Y masculló: “Ah, tiene casi seis pies ¿verdad?”.
Le exigí explicación a su actitud arrogante, tras advertirle mi condición de turista junto a la familia, en la mejor disposición de regresar a Santo Domingo tras el maltrato. Y a regañadientes contestó: “Aquí todo el que llega es extranjero hasta que nosotros consideremos lo contrario”. Lo interpreté como ¡Cállese!
Al final me entregó el pasaporte y me despidió. De nada valió reclamar derechos.
Dos años antes, viniendo de Tokio, con escala en el Kennedy de Nueva York, bajo una de las nevadas más intensas del siglo, una inspectora con acento boricua me hizo perder el vuelo hacia Santo Domingo solo porque respondí el saludo a unos dominicanos que estaban sentados en butacas ubicadas en una salita cercana. Minutos después alguien me comentó que el atropello vino porque me había acercado a un grupo de presos que esperaba vuelo para deportación. Alguien me aconsejó silencio.
Aún no recupero el ánimo para volver a esas dos ciudades de la unión estadounidense. Después de mi experiencia he escuchado muchas quejas similares y no quiero repetir la impotencia de aquella vez, aunque creo que el abuso contra hispanos (en especial, dominicanos, haitianos, colombianos) surge de personas individuales dañadas por la xenofobia.
En lo que no me cabe dudas es en la existencia de políticas formales orientadas a controles migratorios cada vez más estrictos en ese territorio del norte de América, para aminorar desde los delitos simples hasta terrorismo, pasando por la crisis económica y la demanda de empleos.
El extranjero que delinque allí (a veces hasta sin hacerlo), tiene tres cargas que llevar: cárcel, deportación y pocas, si no nulas, posibilidades de perdón o regreso. 3,116 dominicanos han enviado de allá durante el año que ha terminado; cerca de 20 mil durante la última década, según datos oficiales.
Lo contrario sucede aquí. Quienquiera entra a este territorio insular “como Pedro por su casa”. Estamos plagados de haitianos sin el mínimo control. Algunos especulan en un millón los que pueblan cada rincón de este país de 48 mil kilómetros cuadrados y diez millones de habitantes. Los de otras nacionalidades son menos, pero muchas veces el tamaño de los delitos cometidos por algunos de ellos es mucho mayor.
Migración dominicana es una institución de temporada. Actúa conforme se muevan las olas politiqueras y las presiones de instituciones internacionales a través de sus ONG locales. Sus esporádicas acciones no responden a políticas estatales.
Un ejemplo contundente son los operativos de ahora: anda cazando y “deportando” a los haitianos dizque ilegales. En el fondo, sin embargo, la autoridad quiere disimular su falta de rigor y su inoperancia mediante una supuesta lucha contra el Cólera.
Ha sido incapaz, Migración, de evitar algo tan simple como el bochornoso espectáculo-negocio de mendicidad que escenifican niños, niñas, preñadas y hombres de ese país vecino en las intersecciones o a las entradas de los comercios de cualquier ciudad importante del país. Ni pensar entonces en voluntad para controlar a los empresarios de la construcción y a los finqueros que importan y usan a esos extranjeros en sus proyectos, sin un asomo de seguridad social y laboral.
Ella, como Salud Pública, ha descubierto en estos días de Cólera que en cualquier lugar de República Dominicana hay tugurios habitados por haitianos indocumentados donde la insalubridad y las enfermedades infecto-contagiosas son la bandera.
Quien ha visto el accionar de Inmigración de Estados Unidos o de cualquier otro país que se respete, concluye en que la de aquí es una desagradable caricatura.
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