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Pocos ignoran los aportes de Montesquieu al constitucionalismo liberal, en específico su consideración -inserta en su obra magna “El espíritu de las leyes” y que hoy constituye dogma fundamental del modelo del Estado constitucional de derecho- de que “para que no se pueda abusar del poder es preciso que, por la disposición de las cosas, el poder frene al poder”, principio que es la base de la definición del constitucionalismo como una técnica de organización del poder a través de su limitación para la preservación de las libertades.
Se trata de la doctrina de Montesquieu de la separación de poderes: “todo estaría perdido si el mismo hombre, el mismo cuerpo de personas principales, de los nobles o del pueblo ejerciera los tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los delitos o las diferencias entre particulares”.
Muchos, sin embargo, hemos ignorado una importante pero poco conocida vertiente de Montesquieu: la de penalista. Esto resulta curioso pues el mismo Beccaria, padre fundador del derecho penal liberal, en su “De los delitos y de las penas” se confiesa “seguidor de las huellas luminosas de ese gran hombre”. De ahí que, como bien señala Perfecto Andrés Ibáñez, es Montesquieu el precursor de un constitucionalismo garantista, cuya figura mayor a nivel mundial es hoy Luigi Ferrajoli, que asume una opción jurídico-política crítica del más crudo e invasivo poder público: el de los jueces en la aplicación de las leyes penales.
Este es el tema de un magnifico librito de Dario Ippolito, discípulo de Ferrajoli, intitulado “El espíritu del garantismo: Montesquieu y el poder de castigar”, que explica cómo debemos a Montesquieu nociones fundamentales del Derecho penal que hoy damos por sabidas y descontadas pero que es bueno recordar en esta triste y dura época de terribles entusiasmos penales y furias punitivas.
Ideas tales como que las sentencias deben responder “al texto expreso de la ley” y no a la “opinión particular de un juez”; que la pena no debe dimanar “del capricho del legislador”; y que son ilegítimas las intervenciones penales estatales en defensa de la ortodoxia confesional, es decir, el castigo de los “sacrilegios”, entendido no solo como la profanación de las iglesias y el ultraje a los sacerdotes, sino también en el sentido extenso de los delitos “que ofenden directamente a la religión”, pues “quien anhela el paraíso no se deja intimidar por el derecho penal” y porque “las leyes penales no han tenido nunca otro efecto que la destrucción”.
Montesquieu pensaba que “la ley no es un puro acto de poder”, por lo que el legislador no puede decidir arbitrariamente qué cosas prohibir penalmente; que no “se cometen menos delitos” allí donde es más grande “la magnitud del castigo”; que “cuando la inocencia de los ciudadanos no está asegurada, tampoco lo está su libertad”; en fin, que la tortura es inútil y contra natura, que debemos ser juzgados por nuestros pares en juicio contradictorio y con respeto del derecho defensa y que, como acusados, tenemos el derecho de mentir a los jueces.
Releamos a Montesquieu con los espejuelos de Ippolito y veremos cómo el barón influyó decisivamente en Beccaria y sentó las bases de “los ideales de civilidad jurídica que marcarán la ruta del garantismo penal”.