4 de enero de 1990. Luego de despedir en medio del jolgorio de Time Square el 1989 y, con él, la década de los ochenta, llegó a Montreal para iniciar uno de los capítulos más emocionantes de mi existencia. Un crudo invierno me ofrece la bienvenida. La celosa vigilancia migratoria de Canadá no me ofende. El taxi no demora en trasladarme hasta el edificio 2250 de la calle Guy.
Subo al apartamento 1401 donde viviría todo aquel año. Aunque pequeño, le sobraba espacio para acoger cómodamente a mi hermano y a mí. Era de noche y el frío arreciaba. Abrigados hasta las orejas, bajamos a la rue Saint Catherine para cenar en Kojak, cuyas hamburguesas de lascas de cordero se convertirían en nuestro plato predilecto.
Las mañanas llegaban puntuales y los anocheceres cada vez más temprano, pero el frío no amainaba. Se va enero, en febrero se precipitan unos cuantos grados Celsius que marzo no detuvo. La gente iba de prisa de un lugar a otro con la vista fija en la nieve que se interponía en el camino, y es esa temperatura inclemente la explicación de los corredores soterrados que comunican la ciudad desde Mont Royal hasta Place des Arts, desde Centre Belle hasta el Palacio del Congreso.
El invierno finalmente empieza a ceder y le abre paso a la primavera. Con la música a todo volumen, Pascual -Cutá- Pérez se pasea por las calles en un deportivo descapotable, y más de una vez fui testigo de la algarabía que despertaba entre los transeúntes. A la primavera pronto le sucedió el verano y luego, el 21 de septiembre, llegó el otoño, estación que anticipaba otro largo invierno, ciclo que fielmente se repite año tras año en Canadá y del cual sus nacionales se enorgullecen.
Pero esta vez no lo vería llegar, pues había terminado mis estudios en la universidad Concordia. La despedida es inevitable, y con amigos de todas partes, ganados en las aulas docentes y a los que por obra de las fuerzas centrífugas de la vida no he vuelto a ver jamás, le dije adiós a Montreal. Noche triste aquella que recuerdo todavía con la misma nostalgia que la viví.
Septiembre del 2004. Después de 14 largos años, volví a Montreal, y no puede dejar de evocar episodios de aquel lejano capítulo de mi vida que es patrimonio inseparable de mi felicidad. Era poco lo que había cambiado. Ahí seguía Kojak, Le Faebourg, Place Ville Marie, Chez Parée, la librería Chapter, rue Sainte Catherine tan iluminada y alegre como siempre, mientras que el Forum, antiguo hogar del equipo de jockey que tanta gloria le ha dado a esa ciudad, se había convertido en un cine, sin perder la esencia de la vieja estructura.
Para mí, sin embargo, estaba lejos de ser la misma. Ni mejor ni peor, sino diferente. Y era comprensible que fuese así, porque al avanzar, el tiempo construye, pero también destruye, y el Montreal de 1990 había sido devastado por el tráfago cruel del tiempo. Los que estudiaron allá entonces, eran ya profesionales en ejercicio, la mayoría probablemente casados y hasta con prole.
He vuelto otras tantas veces, siendo la más reciente en septiembre del pasado año y, a decir verdad, no dejo de visitar al edificio de la calle Guy donde viví, al que por alguna extraña razón me siento imantado. Antes o después, deambulo por el bulevar René-Levesque y por las calles Crescent, Sherbrooke, Maisonneuve, de la Montagne, Peel, en fin, por todo el centro atiborrado siempre de estudiantes de todas partes del mundo.
Parecería que, haciéndolo, busco en la fragilidad de mi memoria recuerdos de un pasado al que anhelaría volver. ¡Pobre iluso! Olvido por momentos que la temporalidad de la vida es lo más parecido a un río de violenta corriente en contra de la cual es imposible nadar. Las manecillas del reloj avanzan con rapidez, advirtiéndonos que todo, absolutamente todo lo que cae bajo su órbita, tiene un final.