Morir dos veces

De todas las certezas humanas, la de la muerte debe ser la más absoluta y definitiva. Basta nacer para quedar inexorablemente predestinados a ella. La vida nos es dada en versión única, sin back up ni fotocopias. A la larga, y muchas veces a la corta, “nadie sale vivo de la vida”.

Contradictoriamente, a pesar de tal certidumbre nada causa más incertidumbre que la llegada de la muerte. No importa cuanta espera o preparación le anteceda, ella siempre sorprende y trastorna la vida y los sentidos de los dolientes, a tal punto que en medio del duelo suelen actuar de manera insensata.

Más triste que la muerte misma, son las disputas patéticas que a veces ella genera alrededor de cosas tan oscuras como la propiedad del muerto o el derecho a enterrar el cadáver. Ver a familiares en semejantes querellas mientras aún el difunto está en andas parecen escenas salidas de un cuento de Edgar Alan Poe. En el sincretismo cultural y mágico religioso de los bateyes dominicanos a esto se le llama “mampotear al muerto”.

Es justo lo que está pasando tras la muerte del cantante tamayero Benjamín González, conocido artísticamente como Benny Sadel. Dos polos familiares encabezados por su ex esposa y su compañera de los últimos 17 años, protagonizan una aberrante, tétrica y muy triste disputa por su cadáver. La primera quiere traerlo al país para sepultarlo en su tierra natal, a pesar del alto costo de esta opción. La segunda quiere sepultarlo en un cementerio cercano a su última residencia en New York, para que sus hijos  que viven todos en Estados Unidos, tengan la oportunidad de visitar su tumba.

Esta inoportuna e infeliz disputa es más extraña, porque no surge por la causa habitual en estos casos: la lucha por el reparto los bienes materiales del muerto. Un causal que ha envuelto a los herederos de muy conocidas figuras del arte dominicano, latinoamericano y mundial, haciendo remover las cenizas en sus tumbas. Pero en el caso Benny Sadel, la causa parece ser más emocional y cultural, no creemos que haya algún interés oculto en explotar económicamente su muerte.

Repartir razones en esta gris disputa no es nuestro interés. Nos basta con decir, que los restos de un artista de la talla de Benny Sadel no caben en los escasos metros de una tumba por cara o exclusiva que esta sea. No caben ni en todo un cementerio, ni siquiera en una región o en un país. Porque ya su memoria, su afinadísima y hermosa voz, así como su legado de hombre de valores y de bien, vivirán siempre en el recuerdo del mundo a través de su música.

Ojalá ambos polos familiares apelando a ese aparente gran amor que les unió a Benny, bajen las pasiones y entiendan que un artista en la medida que alcanza el reconocimiento y cariño de la gente, va dejando de ser propiedad exclusiva de su tronco familiar para convertirse en patrimonio de su público y de su pueblo. Por favor, no maten al muerto. No lo hagan morir dos veces. Porque donde quiera que se encuentre su alma, desde que abandonó su cuerpo, debe estar literalmente “muriendo de pena y de vergüenza”.