En una reciente entrevista radial un profesor universitario casi gritó: ¡Muera la minería! La expresión me golpeó con la fuerza de un huracán y me pregunté qué pasaría si el creciente fundamentalismo ambiental se impusiera en todo el mundo y los gobiernos decidieran acabar con la explotación de los recursos naturales para enfrentar los efectos del deterioro del medio ambiente y el calentamiento global del planeta. No es difícil imaginarlo. Sin petróleo, gas natural, zinc, oro, plata, aluminio, cobre, ferroníquel, mercurio y los demás minerales, al cabo de muy poco tiempo, tendríamos que cerrar los puertos y aeropuertos, porque no habrían barcos ni aviones; las industrias, los hospitales, los restaurantes y la construcción de edificios, escuelas y carreteras, ya no serían posibles.
No tendríamos cómo preservar los alimentos, las neveras no funcionarían por falta de electricidad, y no habría formar de llegar temprano al trabajo, si llegaran a quedar empresas, porque el transporte no existiría ¿de qué están hechos los buses y automóviles sino de recursos extraídos del subsuelo? La verdad es que el cierre o muerte de la actividad minera, como máxima expresión de la irracionalidad ambiental, decretaría de hecho la muerte lenta y segura de la civilización humana, como hoy la conocemos. ¿Con qué se harían las computadoras? ¿Cómo diablos podríamos preservar el teléfono, la radio, la televisión?
Nadie desdeña la necesidad imperiosa de defender el medio ambiente y evitar que nuestras fuentes de agua y vida, evidentemente en peligro, desaparezcan. Pero no es la explotación de nuestros recursos naturales bajo estrictas normas de seguridad ambiental, lo que amenaza el hábitat que nos rodea, sino la extracción indiscriminada de materiales de los ríos, la acumulación de basura en las ciudades y la tala de árboles sin control. Y no creo correcto gritar: ¡Mueran los alcaldes y cierren los ayuntamientos!
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