Basta con observar el acontecer político reciente y de este año preelectoral para darse cuenta de que las cosas no cambian por el simple hecho de que se aprueben leyes, y menos cuando estas no persiguen un objetivo real de transformación y erradicación de vicios, y por el contrario mas bien lo que procuran es legitimarlos.
Es lo que ha sucedido con la esperada Ley de Partidos Políticos, cuyos efectos a poco más de seis meses de su aprobación apenas se sienten, pues aunque esta señala que el período de precampaña debe iniciar el primer domingo de julio y concluir con la escogencia de los candidatos a más tardar el primer domingo de octubre del año preelectoral; cuando esta se aprobó ya muchos aspirantes estaban en campaña y sus regulaciones sobre el proselitismo ni han sido cumplidas por muchos, ni se ha sancionado su incumplimiento.
La ley orgánica de régimen electoral que debió haber sido aprobada primero que la de partidos o al menos concomitantemente, acaba de ser dictada a toda prisa y de forma tal, que justificadamente se ha denunciado que no remediará los problemas de nuestro sistema político, pues en vez de constituir una verdadera reforma del régimen electoral existente, preserva sus principales males , como el alto gasto de campaña, así como las limitaciones a la expresión del voto de los electores que constituyen el arrastre, la falta de separación del voto de senadores y diputados, y el sistema utilizado para asignarles sus escaños, el método D’ Hondt.
Hasta el momento la atención ha estado concentrada en la celebración de las primarias y el financiamiento de sus altos costos, pero estas por sí sola no democratizarán los partidos. Por eso ante las afirmaciones de seguidores de las dos facciones enfrentadas en el partido oficial, sobre lo que una y otra entiende como única opción ganadora de su partido, debemos preguntarnos para qué ese partido estaría celebrando costosas primarias abiertas si la decisión o será el producto de algún arreglo entre esos líderes, o será la expresión de quien tenga más fuerzas para elegir el candidato.
Y es que tenemos que erradicar de nuestra cultura política la dañina concepción de que no se puede prescindir de ciertos líderes, cuando lo cierto es que en esta tierra nadie es imprescindible y nuestra historia está plagada de ejemplos que demuestran lo contrario, e incluso que los relevos pueden ser mejores.
Igualmente, debemos hacer lo necesario para que aquellos malos funcionarios que cometan actos reñidos con la ley, que hayan utilizado sus cargos para enriquecerse ilícitamente mediante corrupción y tráfico de influencias, que no hayan defendido adecuadamente los intereses del Estado y de forma maliciosa le hayan causado perjuicio; sean debidamente sancionados y no sigan siendo parte de los partidos y su oferta electoral.
Y no solo se trata de que cese la impunidad, sino de que es necesario acabar con el nefasto modelo que protege, mantiene y recicla malos funcionarios, que un día salen desacreditados de una posición por denuncias periodísticas, el rumor público o por sus malas acciones, pero que, ante la falta de consecuencias, otro día son recibidos como integrantes del equipo de algún candidato o de otro partido, o los proponen a puestos electivos o son designados como funcionarios.
Ninguno de estos males enraizados en nuestra cultura política cambiará por la mera aprobación de una ley, y mucho menos si esta no persigue una verdadera transformación, pero debemos estar conscientes de que es preferible reformar el sistema político a tiempo y no esperar a que el tiempo fuerce hacerlo, y quizás de mala manera.