En 15 meses el Poder Ejecutivo ha tenido que tomar la decisión de prescindir de 14 funcionarios en medio de denuncias o revelaciones de situaciones indelicadas.
Se trata de un récord que en verdad -y que yo recuerde- no se ha registrado en otro gobierno en tan corto tiempo.
En términos promedio se trata de casi un funcionario separado por cada mes de la cosa pública.
Hay varios elementos encontrados en la decisión del presidente Abinader de cancelar a esos funcionarios.
Primero, un gobernante que públicamente ha tratado de hacer un compromiso con la ética y la transparencia, pero que debe bregar con una militancia de diferentes niveles con mucha hambre.
Segundo, actualmente se desata una formidable persecución de presuntos actos de corrupción en el pasado gobierno y apañar las inconductas en la actual gestión sería cuesta arriba.
Desde mi punto de vista, actuar rápidamente contra funcionarios envueltos en escándalos que empañan la imagen del gobierno es algo positivo, pues evita que el cáncer de la corrupción haga metástasis.
La práctica nos ha enseñado que grandes obras de gobierno pueden quedar solapadas por la corrupción y que la recordación de todo lo bueno se la lleva la tempestad del pecado de unos pocos.
En estos procesos me llama la atención que el presidente ha sido más reactivo que proactivo; es decir, destituye funcionarios cuando afloran escándalos en medios de comunicación.
Eso me lleva a dudar sobre la efectividad de los mecanismos de vigilancia ética y de auditoría, que deberían anticiparse a los medios y a las redes sociales.