Según relatan, el hombre llegó a la casa y recogió a dos de las niñas, de tres y siete años, respectivamente. Pasadas unas horas, llegó con las niñas en brazos y las acompañó hasta la vivienda donde la hija de once años abrió la puerta. Entró, se dirigió a la habitación y disparó reiteradamente a su víctima. Luego se suicidó.
En medio del horror, la víctima suplicaba: “yo te quiero, mira a tus hijas, no lo hagas, por favor”, y después exclamó: “no me dejen morir, ayúdenme por favor”. Son las escenas finales de Anibel González, la última mujer asesinada que conocemos. Y el momento traumático que desgraciadamente marcará a las tres niñas huérfanas.
Decimos que es el último conocido porque de enero 2017 a junio 2019 se contaron 226 feminicidios. Aunque no guste a quienes niegan la violencia de género, la definición oficial llama feminicidio al asesinato de mujeres o niñas cometido por odio, desprecio, placer o sentido de posesión hacia las mujeres. Exactamente lo que ocurrió a Anibel y hace que la realidad -a costa de una vida menos- explote en la cara de quienes ideológicamente (aquí sí que cabe el concepto, como distorsión de la realidad en función de intereses y posiciones) pintan la actual situación social como idílica, normal y natural. Algo que tan sólo está teniendo fallas de funcionamiento.
Pretendiendo demostrar que esto no existe, algunos argumentan que no ven hombres saliendo en masa a matar mujeres, lo que es igual a negar lo que ocurrió a Anibel y 226 compatriotas más, o decir que no hay inseguridad ciudadana porque no ven hordas saliendo en masa a asaltar ciudadanos en avenidas y plazas. Gritan “con mis hijos no te metas” y olvidan flagrantemente a las familias y los hijos de miles de Anibel. También son indolentes con los hombres que terminan autodestruidos. Defender este estado de miseria colectiva que devasta y mata, es sencillamente perverso e inmoral.
La catástrofe aparece de cuerpo entero con este caso. Cada episodio específico tiene de fondo una cultura machista que afecta incluso a las familias y relacionados de las víctimas, que dudan en actuar frente al peligro de maltrato o asesinato. Pero también queda al desnudo un sistema institucional negligente, indiferente y corrupto.
A fines de 2017, poco antes del primer intento de feminicidio contra Anibel, el periodista Panky Corcino mostraba cómo la PGR dedicaba solo el 2.2% de su presupuesto a enfrentar la violencia contra la mujer.
Esto, combinado con fiscales, jueces y policías que no tienen que rendir cuentas de su actuación, acorrala a las mujeres y familias en la más absoluta indefensión, la cual a veces logran sortear con relaciones, ayudas y hasta pagando peajes, en un concurso macabro por no morir, afectando sobre todo a las mujeres del pueblo, de las mayorías despojadas.
En el caso de Anibel no valieron contactos ni esfuerzos personales. Con un acuerdo antijurídico y posiblemente falsificado, la anatomía corrupta del sistema judicial quedó descubierta, y lo hace cómplice de la desigualdad y la violencia de género, estructural e instituida, como instrumento del machismo destructivo.
Es aquí cuando se hace notorio que ante tantas desigualdades de poder, de distribución de miserias y concentración de privilegios, y una cultura de dominación y violencia -todo lo opuesto a la noción elemental de derechos- el reclamo de mera “igualdad ante la ley” es insuficiente, irrealista e irresponsable.
Por último, es evidente la necesidad de un sistema de protección integral hacia las mujeres, la familia y la infancia, incorporando a los hombres como protagonistas activos de un cambio de cultura y relaciones, tal y como ha reclamado Miguel Ureña, tío y abogado de Anibel. Mujeres y hombres, todos y todas, tenemos derecho a una vida distinta a la que la violencia y la deshumanización han impuesto por décadas y siglos.
Las leyes están engavetadas, el problema parece irrefrenable. Todos los actores claves, incluyendo tanto el sistema judicial como el educativo (y sus subsistemas público y privado), están exigidos a la tarea patriótica y cívica de que no haya una Anibel más. A no dejarlas y no dejarnos morir.
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