La vigilancia ciudadana es uno de los pilares esenciales de la democracia. A través de ella, se garantiza la transparencia, el uso equilibrado del poder político y el manejo ético de los fondos públicos. En República Dominicana, este ejercicio se fortalece gracias a una diversidad de medios, plataformas digitales, redes sociales e influencers, que conforman un ecosistema dinámico.
Este bastión informativo —que, con sus defectos y virtudes, es preferible al silencio cómplice o a la tolerancia irresponsable— amplifica voces y expone irregularidades, actuando como un faro y una atalaya de alerta constante para la sociedad. Sin embargo, dentro de esta estructura surge una distorsión preocupante: actores que han transformado la legítima veeduría en una industria de chantaje y extorsión.
Estos agentes aprovechan la capacidad de los medios y las redes para manipular documentos, difundir noticias falsas y construir narrativas malintencionadas con fines económicos o políticos. Lo que debería fortalecer la democracia termina debilitándola al generar un entorno de presión que afecta tanto a funcionarios públicos como a empresarios y ciudadanos.
En este contexto, la función pública enfrenta riesgos considerables. Navegar el entorno mediático actual equivale a transitar un terreno inestable donde cualquier decisión, por más técnica o bien fundamentada que sea, puede convertirse en objeto de una campaña de desprestigio. Las alianzas público-privadas, que podrían ser motores del desarrollo, son interpretadas frecuentemente bajo una lógica de sospecha, mientras que hacer negocios con el Estado se percibe como un riesgo reputacional constante.
El país se distingue por su alta densidad de medios comerciales en relación con su población. Eso no es malo en sí mismo, pero la sobresaturación crea una competencia feroz, donde conviven medios serios con plataformas que priorizan intereses particulares sobre la objetividad informativa. El fenómeno ha fomentado un panorama en el que prácticas cuestionables como el sensacionalismo o el chantaje compiten con esfuerzos legítimos por ofrecer información confiable. En consecuencia, incluso los medios responsables ven afectada su credibilidad al ser colocados bajo la misma sombra de duda que envuelve al resto.
El chantaje mediático ha evolucionado en un problema que va más allá de la presión sobre funcionarios. Algunos utilizan su alcance para eliminar competidores o promover intereses personales en el ámbito digital. Las redes sociales, que podrían ser espacios de diálogo y transparencia, se han convertido en escenarios de sabotaje y desinformación. Paralelamente, medios con agendas políticas operan con estrategias a largo plazo, buscando erosionar la legitimidad de los gobiernos de turno para favorecer sus propios intereses, lo que genera polarización y desconfianza.
El desafío es claro: establecer un equilibrio entre la vigilancia legítima y un entorno mediático digital que priorice la ética y la responsabilidad, pero sin comprometer la libertad de expresión ni abrir la puerta a la censura. El país necesita una regulación que enfrente de manera efectiva la industria injuriosa y difamatoria, especialmente en las redes sociales, donde algunos individuos operan como si estuvieran fuera del alcance de la ley. Estas plataformas, que deberían ser espacios de diálogo y transparencia, no pueden seguir siendo utilizadas como herramientas para desinformar, extorsionar o destruir reputaciones sin consecuencias.
Proteger la transparencia significa también garantizar que los medios y las redes sean utilizados con responsabilidad, promoviendo un debate público informado y combatiendo las prácticas que amenazan con socavar la confianza en nuestras instituciones democráticas. Aquí, los poderes del Estado, como el Congreso y la Justicia, tienen un rol crucial para evitar que estas prácticas degraden el contrato social. De lo contrario, se corre el riesgo de que lumpens digitales, montados sobre olas de popularidad promovidas por incautos y oportunistas, terminen influyendo en la gobernanza de la República.
Para reflexionar sobre este fenómeno y sus implicaciones, resulta imprescindible recurrir a lecturas que aborden el impacto de las redes sociales y las nuevas tecnologías en la democracia. Autores como Yuval Noah Harari, Rubén Sánchez, Fernando Carrillo, Juan Villoro y el equipo de John M. Ackerman y Adrián Escamilla exploran este tema desde perspectivas diversas en libros como Nexus, Bulos: Manual de combate, Sin miedo: Defender la democracia desde la democracia, No soy un robot y La disputa por la democracia en las redes y los medios.
En conjunto, estos pensadores coinciden en que las redes sociales y las nuevas tecnologías han transformado profundamente la esfera pública, democratizando el acceso a la información, pero también generando dinámicas preocupantes como la polarización, la desinformación y la manipulación algorítmica. Mientras unos llaman a resistir mediante el fortalecimiento del pensamiento crítico y la cultura, otros enfatizan la necesidad de regulación, ética y transparencia para enfrentar los riesgos que estas herramientas imponen sobre las democracias contemporáneas.
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