Oí a un familiar decir recientemente que a sus casi 70 años ya no quiere nuevos amigos. La amistad, ese afecto recíproco y desinteresado entre dos personas que no son familia, si está fundada en valores, debe fortalecerse con el tiempo. Quizás la madurez hace creer que no queda suficiente vida para que amigos nuevos lleguen a ser viejos. Nunca son tan necesarios como los amigos, pero quizás tampoco debe uno aceptar nuevos adversarios o enemigos, aunque sea el otro quien escoja a uno. Gracias a Dios, hace mucho reduje mi lista negra a dos: uno al que mayormente ignoro y otro a quien perdoné tras recordarle que los marranos no deben rascarse en cualquier javilla. Recientemente repolló un tercero al que tenía olvidado por insignificante. Todo cambia y el equilibrio y sintonía entre amigos puede variar según cada cual vaya evolucionando. Con amistades de casi medio siglo, es imposible que, en la balanza del afecto y la admiración, pese más la pluma de cigua de algún encono circunstancial que las toneladas de cariño y agradecimiento acumulados.