Tres décadas hace que conocí a Rafael Núñez Grassals, y desde entonces en él solo he notado un cambio drástico: la ausencia del cigarrillo que devoraba con fruición en cualquier sitio.
El hambre permanente por el aprendizaje como un niño recién inscrito en la escuela, el carácter remolón, sus pasos cortos en el caminar, el hablar susurrado, el tomarse todo su tiempo en la toma de decisiones y la eterna chacabana, blanca o azul, han sido constantes en él. Ahora ha agregado el BB que siempre lleva en su mano.
En la Universidad Autónoma de Santo Domingo, mi profesor de redacción periodística a principio de 1980 jamás subió la voz (aún no la sube); nunca compitió (ni compite) con el ruido infernal y las condiciones inhumanas de un aula atestada de estudiantes que, en general, no se derretían por obtener notas de lujo a cualquier precio porque sabían de antemano que “era muy tacaño”. Estábamos obligados al silencio… o a dejar el aula.
Durante sus dos o tres gestiones como director de la Escuela de Comunicación le vi haciendo aportes importantes a la estructuración y puesta en marcha del Plan de Estudios. Y cuando me tocó por dos ocasiones gerenciar esa instancia académica, actuó frente a mí con espíritu de colaboración, sin empecinamiento, sin envidia, sin deseos de hacerme naufragar, sin la arrogancia propia de quienes odian ver el crecimiento de sus discípulos. Por eso sentí orgullo al promover su bien ganada condición de profesor titular y meritísimo (el único de la Escuela).
En la segunda mitad de los ochenta, cuando fui seleccionado, entre otros, por Bienvenido Álvarez Vega, para fundar el prestigioso rotativo estándar El Siglo, volví a compartir con el parsimonioso Núñez Grassals. Quisquilloso hasta rabiar con las correcciones; tanto que muchos sienten que ese tipo no está para estos tiempos cuando poco importa la calidad y demasiado el dinero rápido.
No recuerdo haber visto al profesor sin uno o dos libros en las manos. Perseguidor incansable de la actualización, le he visto asistir a talleres y seminarios y sentarse como simple alumno, pese a que puede montar la mejor de las conferencias sobre periodismo.
Hace un par de meses he vuelto a compartir brevemente con él otra experiencia, ambos como profesores de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, donde deberían elevarlo a la más alta condición dado su anhelo por una carrera de comunicación de alta calidad y con estricto apego a la ética.
Como he sido un combatiente sin tregua en contra de la ingratitud y el neoliberalismo periodístico que ha convertido a la falta de ética en pura basura, dejo constancia de mi respeto al ser humano y profesor que ha sabido estar conmigo y los míos cuando otros, aprisionados por la miseria humana, me han dejado solo.
¡Sánese, maestro solidario!
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