A finales de febrero de 1844, Juan Pablo Duarte tomó el camino hacia el Sur para unirse a las tropas del general Pedro Santana. La Junta Central Gubernativa le había otorgado el grado de general, nombrándolo jefe-adjunto del ejército. Golpeando en la suavidad de su rostro, el viento seco del Sur le ajaba el semblante, pero apuraba la marcha, ardiendo en deseos de entrar en combate por la patria que él, primero que nadie, prefiguró en su sueño. En la faltriquera llevaba mil pesos del erario, que le habían sido entregados para gastos de la División de Baní, y del personal de tropas que le acompañaba. Preso del entusiasmo, dejó el grueso de sus guerreros en Baní y corrió a reunirse con el caudillo del Seibo, quien lo esperaba con la petulancia del Hatero habituado a mandar peones, y el aura del triunfo de la batalla reciente.
Ninguno de los dos se conocía. Para Santana, Duarte era un filorio de puñitos rosados, idealista de mierda que escribía versos, y del cual había oído hablar. Santana era para Duarte un trueno, la verdad escandalosa de un hecho glorioso, la aspereza, la pulpa, el grito que rebota y corta, y la forma bastarda del poder. Estas dos miradas eran las que se encontrarían. Dos miradas chirriantes, cuyo resplandor en la historia dura hasta nuestros días. Dos miradas de las que pendía el rumbo de la patria. Dos miradas envueltas en la peonada harapienta que simbolizaba entonces el pujo de un país.
De lo que ocurrió en aquella entrevista, efectuada al bordear la noche del 23 de marzo de 1844, la historia nacional solo registra el desplante que Juan Pablo Duarte sintió frente al caudillo seibano, y la retirada silenciosa del patricio hacia la capital, acompañado de sus combatientes, mustio frente al estupor y la impotencia que, de seguro, el orgulloso Hatero le restregó sin piedad en la cara. Desde el punto de vista histórico, esa entrevista marca el inicio de un antagonismo visceral entre estas dos figuras de la Independencia Dominicana, con un saldo inicial favorable al militarismo de Santana. Pero el general Duarte, desorientado por lo violento e impetuoso del acontecimiento, se erigirá, al final, victorioso. Una victoria moral, no militar, pero valedera para nuestros días, y portadora de un significado que debería marcar por siempre la conducta de un funcionario público; y que lo define a él, a Juan Pablo Duarte, como un referente ético inmarcesible, y una columna moral a través del tiempo.
De los mil pesos que le habían entregado para gastos de la división de Baní, Duarte devolvió ochocientos veintisiete pesos, detallando una por una las partidas en las que se habían gastado el resto de la suma asignada. Santana había impedido que él volcara su ardor de guerrero en el combate, por celos y ambición de poder; pero no impidió que su gesto, a través del tiempo, se convirtiera en paradigma, en modelo de actuación pública. Esa rendición de cuentas del 2 de abril de 1844, convierte a Duarte en un personaje de la actualidad, en un referente obligatorio, ante tantos desmanes de la riqueza pública, y toda la desvergüenza que nos rodea. “Visto bueno por la sección de Hacienda, habiéndose entrado en el Tesoro los ochocientos veinte y siete pesos que fueron devuelto”- dice el documento histórico que consigna la devolución al Estado en ciernes. Valdría la pena que este documento histórico colgara en los despachos de los funcionarios de este gobierno, cercados por la práctica y la tentación del enriquecimiento sin medidas. Valdría la pena que las instituciones tuvieran en sus frontispicios el documento duartiano que muestra más que el heroísmo de la guerra, el peso de lo ético en el desempeño público. Son hechos como éste los que demuestran que Duarte era más que una idea, más aún que un sueño de redención; era una práctica que creía firmemente en la viabilidad de la nación. Y es a ése Duarte, al conspirador, al revolucionario, al profundamente ético, a quien hay que recordar. Sobre todo en una época como la actual, en la que se han esfumado todos los valores, y los gobernantes creen que el dinero que manejan les pertenece.