La recomposición del gabinete de gobierno haitiano por el presidente Ariel Henry, incluyendo el merecido despido de su anti-dominicano canciller Claude Joseph, sospechoso en el asesinato de Jovenel Moïse, provoca tenues esperanzas.
Algunos creen que una nueva Constitución o elecciones podrían significar la salvación de ese país inviable. Con Puerto Príncipe como capital mundial del secuestro de estadounidenses, bandas controlando el territorio, la comunidad internacional desentendida y harta de la incapacidad y rapacidad de los líderes haitianos, dudo que algún milagro esté próximo. Nunca habrá suficiente ayuda humanitaria, apoyo foráneo a sus incapaces policías, fiscales y jueces, para impulsar los cambios que a gritos piden sus oprimidos y depauperados habitantes.
Para instaurar un orden constitucional democrático, hay que actuar militarmente, imponer orden legal, controlar y pacificar el territorio, destruir las mafias arriba y abajo. Luego, construir la institucionalidad. Haití es una tela podrida a punto del deshilache. No coge parches ni zurcidos. Para salvar de sí mismos a ricos y pobres, Haití debe ser intervenido por la comunidad internacional, cuanto antes y más contundentemente, mejor.