Probablemente el nuestro no sea el mejor territorio para captar los matices característicos de las diversas estaciones, como pudimos observar en nuestras recientes vacaciones al encontrarnos con la llegada del otoño en una de las ciudades más emblemáticas de los Estados Unidos.
No obstante, en la sensibilidad y la creatividad poética de Cándido Gerón, el lector podría encontrarse con los rasgos de esa temporada en la que, como ocurre con las plantas, también en el ser humano se manifiestan los colores de la madurez.
Como ha sido su impronta desde sus primeras obras, en Otoños del alma Gerón recrea mitos de la antigüedad grecolatina, con deidades que interactúan en el inconsciente individual, alcanzando una dramatización de la vida como se concebía en los tiempos que imperó la mitología politeísta. Hay toda una tradición poética en la que los dioses paganos fueron sujetos para la creación literaria. Darío, el nicaragüense, fue un exponente de esa corriente.
El poeta refiere figuras de las letras antiguas, como lo hace en el poema Rito y Constelación: “Caminando siglos, combatiendo con guerreros avaros,/ Anacreonte ha venido a construir su templo en el alba/ Eterno y dueño soy de la tierra, los cielos, los bosques y los mares./ He aquí, ¡Oh dios belfo!, canturreando con el alba. Bendito sea lo eterno, arrebátame el gozo/ Pero no deje que los céfiros huyan de la sombra”.
En el prólogo, una especie de estudio sobre la evolución histórica del género desde los presocráticos Hermes y Homero, pasando por Plantón para concluir en el crítico inglés del siglo XVIII Samuel Johnson, el autor reivindica sus influencias presentes en sus poemas con “un trasfondo especulativo-supra-real y una honda metafísica y filosófica propias de la sensorialidad” que se impone en su escritura.
Gerón dice que trata de establecer un laberinto entre lenguaje y símbolo, narrando la historia de la humanidad mediante la metáfora, con epístolas que sirven de ejes incesantes donde los personajes se juegan su destino.