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Parlamentarismo: vicios y virtudes

El Reino Unido ha generado este año una atención inusual de la opinión pública mundial. Primero fue el fallecimiento de la reina Isabel II luego de setenta años de reinado, con su vistoso y emotivo funeral, producido a la perfección para una audiencia televisada que alcanzó alrededor de treinta millones de personas que lo convirtieron en uno de los eventos más vistos en muchas décadas. Poco tiempo después la atención volvió a centrarse en la política británica tras la elección de Liz Truss como primera ministra en sustitución del excéntrico político Boris Johnson y su dimisión apenas cuarenta y cinco días después.

El modelo Westminster, como se identifica al parlamentarismo británico, ha sido un ejemplo de estabilidad, aún con la flexibilidad que da esta forma de gobierno que permite que la mayoría parlamentaria haga cambios de primeros ministros entre elecciones generales cuando estos pierden la confianza del parlamento y del público en general. Esa reconocida estabilidad de los gobiernos británicos contrasta, por ejemplo, con el modelo italiano que ha producido setenta cambios de gobierno en los setenta y siete años que han transcurrido desde el fin de la segunda guerra mundial.

La reciente experiencia parlamentaria británica ha dado motivos para pensar que este sistema político podría tomar la deriva italiana al punto que la revista The Economist, con la ingeniosidad que la caracteriza, acuñó el término Britaly para referirse a la realidad política presente en Gran Bretaña. Los hechos recientes parecen darle la razón. El Partido Conservador alcanzó la mayoría parlamentaria en el 2010 cuando desplazó al Partido Laborista que había gobernado desde 1997 con Tony Blair y Gordon Brown. David Cameron, líder de los conservadores, fue designado primer ministro y duró en el cargo hasta 2016 cuando tuvo que renunciar por el triunfo del Brexit debido a que había hecho campaña a favor de la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea. Sin llamar a elecciones generales, los conservadores designaron a Theresa May como primera ministra, quien renunció tres años después ante su fracaso en la implementación del Brexit.

De nuevo, sin llamar a elecciones generales los conservadores designan a Boris Johnson, defensor radical del Brexit y político excéntrico, como primer ministro en julio de 2019, quien sí llamó a elecciones en diciembre de ese año en las que el Partido Conservador obtuvo de nuevo la mayoría y lo ratificó como primer ministro. Su tiempo en el poder, sin embargo, resultó efímero aún cuando se perfilaba como un político que dominaría la política británica por un buen tiempo. Tras numerosos escándalos y un ejercicio errático del poder, la mayoría conservadora fuerza la dimisión de Johnson y designa a Liz Truss como primera ministra el 5 de septiembre de 2022, quien, ante la presentación de un desastroso programa de reforma económica que espantó a los agentes económicos, se vio obligada a renunciar el 25 de octubre, lo que, a su vez, dio lugar a un verdadero drama en el que al final resultó designado primer ministro Rishi Sunak, el rico parlamentario de origen indio que representa a la demarcación de Richmond, Yorks, en el norte de Inglaterra.

Este relato pone de manifiesto que aún en el modelo clásico de régimen parlamentario, uno de los más estables por demás, esta forma de gobierno acarrea problemas especialmente cuando una mayoría parlamentaria quiere dar respuestas a problemas de legitimidad política con maniobras intrapartidarias que el propio sistema le permite. Sin duda, el régimen parlamentario tiene mucho más flexibilidad que el régimen presidencial, una de cuyas características es el período fijo de los presidentes, quienes son elegidos directamente por el pueblo, lo que ha dado lugar a la crítica de que cuando se presentan crisis fuertes en los gobiernos resulta sumamente traumático sustituir a un presidente pues el único mecanismo legítimo que existe es el juicio político. En cambio, en el parlamentarismo, en tanto el primer ministro es escogido por sus pares del partido mayoritario o coalición mayoritaria, su cambio puede hacerse sin tener que recurrir a un juicio político ni llamar necesariamente a nuevas elecciones.

A pesar de esas ventajas del modelo parlamentario, este está dando muestras en diferentes países de que puede ser fuente de inestabilidad e ingobernabilidad. El ejemplo de Italia es legendario como lo fue en Francia durante muchos años, lo que dio lugar a que el general Charles de Gaulle auspiciara en la Constitución de la V República de 1958 un régimen original denominado semipresidencial, el cual mantuvo características propias del parlamentarismo pero adoptó también algunos de los rasgos del presidencialismo norteamericano. Otros países, como Israel por ejemplo, también sufren una inestabilidad similar en su estructura de gobierno parlamentario al punto que se han tenido que celebrar cinco elecciones desde 2019 debido a los problemas para sustentar mayorías estables en el parlamento.

Estas experiencias invitan a la reflexión sobre uno de los problemas cruciales al cual debe dar respuesta toda forma de gobierno, esto es, la búsqueda de estabilidad, gobernabilidad y capacidad de representación política efectiva de los múltiples sectores de la sociedad. Aunque hay quienes han proclamado la superioridad de uno u otro sistema político –el académico español y profesor de la Universidad de Yale Juan Linz (e.p.d.) se hizo famoso a principios de los años noventa con su defensa del parlamentarismo y crítica al presidencialismo-, lo cierto es que no hay una fórmula válida para todos los contextos y todos los tiempos. La historia, la composición social, la configuración partidaria, la tradición institucional y la propia cultura política son factores a considerar al momento de diseñar y poner en práctica las instituciones del sistema político.

Si bien en nuestro país no hemos tenido un debate significativo sobre las opciones presidencialismo, parlamentarismo y semipresidencialismo por existir un consenso bastante fuerte a favor del régimen presidencial, siempre es importante aprender de otras experiencias para seguir fortaleciendo la estabilidad y la gobernabilidad de nuestro sistema de gobierno. La experiencia comparada ayuda a entender mejor nuestra propia realidad institucional, identificar fortalezas y debilidades, con miras a seguir avanzando en el proceso de construcción democrática.

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