El Partido Revolucionario Dominicano constituye por su larga trayectoria histórica y sus aportes a la libertad y la democracia, un patrimonio nacional que tiene que ser preservado, por encima de las ambiciones de la clase dirigente de esa organización, no importa la facción o el espectro en que se encuentre.
Es probable que si esto se entendiera de tal manera, o sea que la cúpula perredeísta tuviera clara conciencia de esa visión y, por tanto, un compromiso ineludible de buscar siempre la unidad partidaria, el PRD no estuviera atravesando por esta penosa etapa de desgarramiento interno.
Paradójicamente, una organización que ha jugado estelares episodios para el fortalecimiento de la institucionalidad en el país, ha sido incapaz de resolver sus problemas internos y cada día avanza, casi de forma irreversible, hacia la división definitiva.
El ambiente que ha dominado al PRD en los últimos tiempos se asemeja mucho a una casa de orates o a lo que ocurre en una embarcación que queda al garete, sin rumbo ni destino, con dos timoneles a bordo que no logran ponerse de acuerdo.
Aunque legítimos, los proyectos presidenciales que afloran y las proclamas que hacen en este momento lucen fuera de lugar, toda vez que pretenden moverse en un navío que sigue a la deriva por una crisis interna que no ha podido ser superada.
¿Cómo es posible llevar adelante esos proyectos en medio de la crucial tarea inconclusa de buscar la unidad? ¿No se corre un serio peligro de resquebrajar aún más los fragmentos provocados por irracionales enfrentamientos entre sus dirigentes?
Todas estas preguntas bullen en los corrillos políticos y en diferentes círculos de opinión pública, mientras la confrontación sigue siendo el estandarte y el signo más visible en el partido del jacho prendido.
Los que sin visión excluyente, grupal o partidaria ni pasión política aprecian al PRD por su histórica contribución a la democracia nacional, observan con mucha pena y preocupación la situación por la que atraviesa el partido blanco.
Fuera de sus conflictos y rebatiñas internas, que han sido una constante desde su fundación, es innegable el aporte del PRD a la conquista y defensa de las libertades públicas en el país, y su debilitamiento le impediría seguir jugando un rol de primer orden en la correlación de fuerzas políticas.
Quienes más deberían entender esto y reencauzar ese partido por rutas de reconciliación y unidad deberían ser sus principales dirigentes, dejando atrás facciones o ambiciones desbordadas para dar paso a un clima de equilibrio y entendimiento.
Los perredeístas, en especial su dirigencia histórica y la que controla actualmente sus principales organismos, deberían deponer su actitud y dirimir sus diferencias sin la posibilidad de actos de canibalismo político, tomando en cuenta que el PRD no es propiedad de ningún grupo en particular.
El debilitamiento de un partido de gran arraigo popular como el PRD sería un golpe para la democracia y la alternabilidad en el poder, que es consustancial al ejercicio democrático y abriría las puertas a tránsfugas y mercaderes que montan partidos como tiendas de campaña para ofrecerlas al mejor postor. Es hora que de la prudencia y la serenidad se impongan.
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