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¿Perdimos la cabeza?

Es como un estado acéfalo y demencial, al mismo tiempo, del colectivo político, llevando a la sociedad a navegar en un mar proceloso. Todo esto en un año preelectoral es, sin pecar de exagerado, para preocuparse por la viabilidad de la nación.

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¿Y fue que perdimos la cordura? La pregunta no es retórica. Mucho menos ociosa. El llano en llamas de las redes sociales, la agenda editorial de los medios ordinarios, los envíos y reenvíos de whatsapp y las conversaciones interpersonales muestran a un país emocionado, dominado por sentimientos en conflicto, desgarrado, herido, indignado, defensivo, frustrado, impotente y abandonado a su suerte.

La exposición a modelos de comunicación de distinta naturaleza que me toca –propia de mi oficio- me lleva a la conclusión empírica, y no por esto descaminada, de que no somos la misma sociedad después de la última sesión del Consejo Nacional de la Magistratura.

Sin entrar en calificaciones ni adoptar en esta ocasión posiciones particulares –pues las he hecho públicas en mis perfiles sociales- identifico un país cubierto por un manto surrealista y un liderazgo sin fronteras entre la ficción y la realidad, aparcado en la indiferencia, la megalomanía, la subestimación de los terceros y con la convicción de que el mundo comienza y termina en sus pies.

Nunca había visto de manifiesto tanto avasallamiento, arrogancia, desfachatez, doble moral, hipocresía y búsqueda febril de exposición pública a cualquier precio de sujetos con los sesos hirviendo por proyectos de poder imaginarios, instalados en su cabeza.

Y en la otra acera, la intolerancia que invade el terreno con un discurso desarticulado, inconsistente, invalidado por la conversión de la política en un oficio de bucaneros a la caza de oportunidades mercantiles, pero aparentando la defensa de causas nacionales.

En resumidas cuentas, asistimos a una guerra encarnizada de intereses creados donde todos los métodos tienen validez: el foro público en su más despectiva expresión, el descrédito, la puñalada trapera, la violencia verbal, la destrucción del honor, la violación de la privacidad, la asechanza, la posverdad, el abuso de poder, la opinión facturada y pagada.

Es como un estado acéfalo y demencial, al mismo tiempo, del colectivo político, llevando a la sociedad a navegar en un mar proceloso. Todo esto en un año preelectoral es, sin pecar de exagerado, para preocuparse por la viabilidad de la nación.

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