Redacción.- Nuestro Congreso es uno de los más costosos de América Latina, y uno de los que tiene mayor cantidad de legisladores por habitantes. Además es uno de los más costosos por Congresista; para este año ese gasto se elevará a más de 600 mil dólares por cada legislador, esto no solo por el tema de los salarios que se elevaron hace unas dos semanas, sino por el barrilito en la Cámara Alta, que representa unos 20 millones de pesos mensuales.
La mayoría de nuestros representantes en ambos hemiciclos dice que el asistencialismo es parte de la cultura política del país y por ende justifican dicho Barrilito, el Fondo Social en la Cámara Baja, los bonos de reyes, de las habichuelas con dulce, de las madres y Navidad. Asumen una labor social que debe recaer sobre los hombros de otras instituciones gubernamentales con el dinero de todos y a su paso, ganan adeptos y votos.
En vez de ir transformando esta cultura y la forma de hacer política, nuestros legisladores cada vez más se aferran a estos beneficios económicos que nada aportan al trabajo que deben desempeñar. La función de un legislador no es la de estar asistiendo socialmente a los miembros de su comunidad, no es la de estar supliendo una ambulancia o dirigiendo una funeraria desde una oficina senatorial. Aunque loable y bien intencionada, esa deuda social acumulada no pueden asumirla quienes están para legislar y fiscalizar a los demás poderes del estado y los que deben estar concentrados en escoger a los mejores y más capacitados candidatos para forma para de nuestra Junta Central Electoral y Cámara de Cuentas en vez de estar distraídos con discusiones de salarios y exoneraciones que solo los benefician a ellos y no a la población en general.
¿Cuándo llegaremos a tener legisladores con otro perfil, que desechen la práctica clientelista y esta distorsionada política asistencialista, en lugar de asumir su responsabilidad de crear leyes que fortalezcan la justicia social y la institucionalidad democrática en lugar de debilitarla?