SANTO DOMINGO, República Dominicana.– La crisis que se ha desatado en la estructura judicial del país se perfila con un nivel tal de gravedad y magnitud que se asemeja en mucho a lo que ocurre con la arena movediza, que al menor movimiento se profundiza hasta llegar a un irrecuperable y fatal hundimiento.
Siguiendo con el símil, inicialmente este penoso caso comenzó como la punta del iceberg con la que chocó el Titanic y que produjo una tronera por la inmensa masa que tenía debajo del mar del Norte y que llevó al colapso de lo que era en su época el mayor objeto movible construido por el hombre.
A pesar del descrédito que crece con el paso de los días y en medio de una avalancha de versiones contradictorias y donde afloran señalamientos bochornosos, todavía no podemos decir que la justicia haya zozobrado, pero está haciendo agua y va por ruta peligrosa.
En lugar de esclarecerse, hasta ahora la situación se ha enmarañado a tal nivel que en la opinión pública y en la ciudadanía en general contemplan con incredulidad y estupor toda la podredumbre que aflora de una llaga inserta en las estructuras del sistema de justicia que está llamado a actuar con probidad, equilibrio y sobre todo con integridad.
¿Cómo podrá rescatarse la confianza en la actuación de jueces mientras los casos denunciados no sean objeto de una minuciosa pesquisa que se haga con arreglo a la ley y a los debidos procesos, garantizando que la depuración no será episódica o selectiva?
¿Cómo deben sentirse los magistrados aun honorables que actuando con apego a principios y a su buen nombre, han tenido la entereza moral y ética de resistir ofertas y tentaciones como las que han hecho deslumbrar y caer a algunos colegas?
¿Podrá el proceso emprendido poner término a sentencias manifiestamente benignas y complacientes en casos escandalosos de narcotráfico, sicariato o otras prácticas propias del crimen organizado? Quisiéramos confiar, para bien de la institucionalidad, que de verdad estemos en el inicio de un proceso serio y no de un show mediático.