No creo que la Policía sea una banda de facinerosos. Allí pululan los agentes hambrientos que resisten con dignidad las malas tentaciones de esta sociedad excluyente, aunque con la gran desventaja de pasar inadvertidos ante el ruido de forajidos uniformados y con fe pública que, en vez de apostar al orden y a la paz, integran bandas de salteadores y asesinos.
Creo menos que la nuestra sea una sociedad de ladrones. Mas afirmo que hay mucho de culpa ciudadana por lo que tanto nos quejamos ahora, pues conformamos una infinita red de hipócritas, indiferentes y politiqueros que solo ha alimentado la plaga al verla desde las gradas como un emocionante juego de futbol.
En los barrios y residenciales, ¿quién no conoce a los malhechores: ladrones y matones, grandes y chiquitos, nuevos y consuetudinarios? ¿Y quién no conoce a los narcos y sus ramas?
Dígame usted si no los acogemos y hasta nos hacemos sus amigos y les compramos lo robado mientras la desgracia no toque nuestras puertas.
Aquí, quienes no son insensibles ante los problemas sociales, devienen en malos políticos, agitadores profesionales, expertos en “pescar en río revuelto”.
El sancocho de la delincuencia se ha cocinado con paciencia hace tres o cuatro décadas. Y el principal ingrediente, además de la inequidad social, ha sido el individualismo, la búsqueda afanosa de dinero sin trabajar, la falta de solidaridad, la pérdida de respeto por la vida y el oportunismo político de todos los colores.
Así que lo sufrido por los viajeros que se desplazan desde los aeropuertos internacionales del país hacia sus destinos en las ciudades, no es más que una muestra del panorama sombrío que hemos edificado de manera meticulosa a través de los años. Solo que tales casos resuenan más por los intereses afectados. Si no, pregunte quién no ha sido asaltado en una urbanización, en un residencial, en una avenida o en una plaza pública… O quién en el territorio entero no ha pasado por lo menos un gran susto; o no vive nervioso, presa del insomnio, a la expectativa por el ladrón que ha de llegar.
La solución de fondo a este problema social debería comenzar por mejorar las penosas condiciones de vida de la mayoría de la población y por desestructurar la Policía para crear una nueva, descentralizada y desconcentrada (por regiones o por provincias), más profesional, bien pagada, más empoderada y confiable. Porque la actual ya le queda chiquita a la compleja sociedad que nos ha tirado encima la globalización.
En lo que ese sueño se cumple, algo hay que hacer, y no es partir un bizcocho a los bandidos por ser ganadores de medallas de oro en atracos y homicidios. No es acogerlos y arrullarlos, como pasa en muchos escenarios nuestros.
Como los policías son chantajeados hasta por los ladrones callejeros, no sería mala la idea de incentivarlos con dinero y bienes por cada delincuente apresado, pero con la advertencia de un fuerte castigo si cayeran en la práctica de los “seropositivos”; es decir, apresar inocentes y atribuirles delitos para justificar recompensas. Aseguro que casi limpiarían las calles de tales lacras.
En lo que toca a ciudadanos y ciudadanas civiles, incluidos los acomodados y “tutumpotes”, no deberíamos postergar un día más el empoderamiento. Está demostrado que el encerramiento en casas-cárceles y los guardaespaldas no salvan de la tragedia ni significan vivir en paz, aunque sean ricos en dinero. La bola ya pica muy cerca.
Hay que cercar a la delincuencia. Tarea no tan difícil si confluyeran: voluntad política oficial, una dosis sinceridad y esfuerzo de la oposición, integración de la población y colaboración mediática.
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