Cuando leo a César Medina, lo que hago cada día por su estilo depurado, directo, sin oropeles, de impecable prosa, que le ha hecho merecedor de un justo reconocimiento de la Academia Dominicana de la Lengua, me asalta una pregunta que me llena de inquietud. Y por más que reflexiono, no acabo de entender la razón por la que en nuestro país se ha hecho tan difícil que los grupos de decisión dejen a un lado sus diferencias en pro de un gran acuerdo que allane el camino hacia el futuro, si entre César y yo hemos alcanzado un alto nivel de afecto y respeto profesional por encima de las nuestras.
Muchos de mis amigos, con los que mejor me siento, disienten por lo general de mis criterios y no tengo una visión más aburrida de una velada que aquella en las que todos piensen del mismo modo. Pero la terquedad con que en nuestro país se impone la irracionalidad en la discusión de los temas básicos y se convierten en irreconciliables los desacuerdos más insignificantes, me dice que el liderazgo nacional, en todos los estamentos de la sociedad dominicana, se divierte echando gasolina al fuego sólo para ver qué ocurre.
Entiendo que los agravios pesan, pero de qué pudiéramos estar hablando. Estados Unidos y Vietnam sostuvieron por años una de las guerras más cruentas de la historia y son hoy dos aliados con un prometedor tratado de libre comercio. Francia y Alemania fueron adversarios en las dos guerras mundiales que sangraron Europa en la primera mitad del siglo pasado y hoy son los líderes que sostienen la Unión Europea. La grandeza de esas naciones reside en haber enterrado sus ofensas para trabajar juntos por objetivos comunes. Y esa experiencia ajena debería servirnos de pauta para buscar en la diversidad la solución de nuestros problemas.
Porque mientras sigamos intentando encontrar el sendero del porvenir por el retrovisor, en lugar de por el vidrio delantero, quedaremos rezagados viendo al resto avanzar.
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